miércoles, 24 de noviembre de 2010

V: Don Carlos, el Médico

Don Carlos era un médico mallorquín, afincado en Cartagena. Muy querido por todas las personas que le conocían, no sólo por su buen hacer desde el punto de vista profesional, sino sobre todo, por su calidad humana. Al menos, eso oía decir a los mayores, porque yo, personalmente, jamás lo llegué a conocer, aunque si tenía muchas referencias de él.
Sí que conocí a sus hijos, unas personas educadas, amables y generosas… se trataba de una familia muy agradable.
Recuerdo las tardes de los veranos que pasaba jugando en el jardín trasero de su enorme casa, recuerdo la afición a la fotografía de dos de los hijos mayores, recuerdo la que tenía por la pintura de una de las hijas… y uno de sus cuadros, que regaló a mi madre en una ocasión.
Recuerdo a Manolita, la hija mayor, que todos los años le regalaba a mi padre un almanaque de sobremesa, que llevaba en la parte inferior de cada página una cita bíblica… En una ocasión le trajo una biblia, una biblia que, cuando hice intención de llevármela al colegio, para trabajar con ella – por su tamaño reducido resultaba más fácil de manejar que la que mis padres me habían comprado para que llevase a clase – provocó en mi madre una extraña reacción: Me prohibió terminantemente que me la llevase, para que no la vieran las monjas.
¿Por qué no podían ver las monjas ese ejemplar de la Biblia?...  Se trataba de una biblia protestante.
¡Cuál no sería mi sorpresa al conocer la religión que Manolita profesaba! No podía entenderlo. Sus hermanos iban a misa todos los domingos; los menores, incluso, eran personas bastante religiosas… ¿Cómo es que ella no era católica y sí que lo era el resto de su familia?
-       Es que el padre era protestante – fue la explicación que recibí.
Pensé entonces que se trataba de uno de esos llamados matrimonios mixtos en que uno de los cónyuges profesaba la religión Católica y el otro la Protestante; por qué extraña razón a una de las hijas se le había educado en una fe diferente a la de sus hermanos era algo que no llegué a comprender ¿Habría habido algún pacto entre los dos esposos, anterior al matrimonio, por el que se comprometían a hacerlo de semejante manera?

Cuando años más tarde me llevó mi curiosidad de adolescente a preguntar e indagar acerca de los sucesos de la Guerra Civil, a investigar sobre la situación de represión en que estaba sumida la sociedad española de la época, recibí, entre otras respuestas, aquélla al interrogante que esta familia me presentaba.

-       A quienes más perseguían, después de a los comunistas, era a los masones – me dijeron – y después de ellos, a los protestantes.

Don Carlos, ese médico inteligente y bondadoso, amante de su profesión, que con tanta delicadeza, tras atender a un enfermo necesitado dejaba bajo la almohada un billetito de cinco pesetas, fue uno de los represaliados del Régimen. No sólo perdió su empleo con la llegada de la Derrota, sino que también intentaron que perdiese su dignidad.
Don Alfonso, el cura del Barrio, se presentaba semanalmente en su casa para adoctrinarlo, para intentar salvar su alma, llevándolo, como a oveja descarriada, al redil de la verdadera religión, la única que podría salvarlo. Su mujer cedía temerosa a las amenazas del sacerdote que la apercibía de la obligación de asistir a misa semanalmente y llevar a sus hijos con ella, so pena de que su marido fuera denunciado a las autoridades.
Y así, los hijos menores asistieron a las catequesis para la 1ª Comunión, continuaron participando en cuantas actividades la parroquia organizase, novenas, procesiones, ejercicios espirituales… siendo adoctrinados en la religión oficial, mientras que sus hermanos mayores cumplían con el precepto dominical por obligación; ellos no llegaron a ser convertidos; más bien, como  la mayoría de la gente de su edad por aquel entonces, observaban el ritual manteniéndose indiferentes. En cuanto a la mayor de todos, ya tenía una edad en la que era muy difícil apearla de sus creencias, y siguió practicando su religión de manera clandestina hasta que, por fin, se promulgó la Ley de Libertad de Culto.
Pero hasta ese momento, ya habían pasado muchos años, muchos, muchísimos años de estar oyendo y leyendo aquella consigna de “Por el Imperio hacia Dios”

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