domingo, 17 de julio de 2011

Del catorce al diecisiete de julio, a bordo del Lepanto:


Muy poca gente se sorprendió del golpe de estado del 18 de julio. Había una creciente sensación de inquietud dentro de la Marina; algunos auxiliares comentaban entre ellos los inquietantes retazos, cogidos al vuelo, de conversaciones entre ciertos oficiales conocidos por sus inclinaciones monárquicas, que incitaban a sospechar de la existencia de alguna conspiración antigubernamental.
En el Lepanto, como en muchos buques, la gente comprometida políticamente, sobre todo algunos marineros vinculados al Partido Comunista, ya  se encontraban alerta desde hacía algún tiempo, pues la rebelión era un secreto a voces, algo que en muchos sectores se estaba esperando que ocurriera de un momento a otro. Así, en el seno de los partidos políticos de carácter republicano, se palpaba el temor ante la posibilidad de algún pronunciamiento del estilo del golpe del año veintitrés; y en las tertulias de los cafés se hacían cábalas en algunos círculos acerca de las posibles consecuencias del malestar de los generales africanistas ante las medidas del gobierno en contra de los injustos privilegios que se les habían concedido en tiempos de la dictadura.

No sólo temían la posibilidad de alguna intentona golpista los auxiliares y la marinería, sino también algunos oficiales de talante republicano que extremaban la precaución contra los extremistas de naturaleza fascista; otros, por el contrario, permanecían ajenos a la preparación de la sublevación, como en el caso de don Valentín Fuentes, el comandante del Lepanto. Ni siquiera llegó a sospechar que, al echarse a la mar el Ferrándiz, comandado por don Marcelino Galán, quien era el alma de la sublevación en Cartagena hubiera pasado su buque a convertirse en el punto de reunión de los conspiradores. Gran ironía que se eligiera el barco cuyo comandante era el único que se podía considerar fiel al gobierno republicano.
El alférez de navío José Ramón González López, después de tres días de baja por un fuerte catarro se encontraba en cama, en su camarote, por no sentirse todavía bien. Allí se reunieron con él, en secreto, el Segundo Comandante, Capitán de corbeta José Mª Barón Romero, el Teniente de navío Manuel González Ramos Izquierdo, los Alféreces de navío Antonio Corpas Prieto y Alberto Caso Montaner, el Capitán de máquinas Modesto Pastor Fluxá y el Capitán de intendencia Sebastián Noval Brusola, para recibir instrucciones de don Rafael Cervera, Segundo Comandante del Sánchez Barcáiztegui y del Jefe de Estado Mayor de la Primera Flotilla de Destructores, don Francisco Pemartín. Estos últimos, intuyendo la actitud de fidelidad del Comandante y pensando que iba a ser todo tan rápido que cuando el buque regresara a Cartagena los golpistas ya tendrían dominada la situación,  aconsejaron a los oficiales del barco que le mantuvieran fuera del conflicto, que no le llevasen la contraria en ningún momento, pero que no realizasen tampoco actos contra el Alzamiento.

El día dieciséis, de madrugada, el Comandante del Lepanto recibió orden de zarpar con toda urgencia rumbo a Barcelona. Ya listo para partir, llegó una motora dando contraorden: había que regresar al muelle inmediatamente; con lo que atracaron junto al Club de Regatas.


La tripulación permanecía nerviosa y alterada, preguntándose la causa de este cambio de última hora. Algunos, como el cabo Camacho, que se había reincorporado el día anterior, tras haber sido dado de alta en el hospital, se habían extrañado al enterarse de que se habían colocado ametralladoras en el barco; otros se preguntaban si el regreso obedecería a la huelga de los trabajadores de Los Canales del Taibilla y temían que en caso de que hubiera alguna acción represiva, les obligasen a disparar contra los huelguistas… Algunos fogoneros, como Eleuterio Martínez, Ginés Vera, Vicente Aragó y Elías Marché, próximos al Partido Comunista, comenzaron a correr la voz entre los compañeros de que había una conspiración contra el Gobierno y repetían que había que estar en guardia ante esa posibilidad.

Permaneció el Lepanto amarrado hasta las ocho de la tarde, en que se recibió nueva orden del Vicealmirante Márquez, Jefe de las Flotillas de Destructores: “Salga a la mar, proa al Sur. Al estar 30 millas, fuera de la vista de la costa, comunique su situación a Madrid, directamente al Ministro de Marina y recibirá instrucciones”. Don Valentín preparó el buque para salir a medianoche, pero antes se dirigió a Capitanía extrañado por los términos de la orden, pues era la primera vez que oía algo así. Esperaba obtener allí alguna pista concreta de lo que estaba ocurriendo.
En Capitanía había bastantes oficiales y marineros, ocupados en la instalación de un sistema de alumbrado supletorio en el edificio. A pesar de lo tarde que era se encontraba presente todo el personal de oficinas y con la pistola al cinto. Escamado ante lo extraño de la situación, se dirigió al Vicealmirante Márquez:
-        Don Paco, de compañero a compañero, ¿qué hay detrás de esto?
-        No se preocupe, no es nada – quedó don Valentín todavía parado ante él, esperando una respuesta.
-        ¿Es usted creyente? – le preguntó entonces.
-        Sí – respondió don Valentín.
-        Hoy es la Virgen del Carmen. Récele y confíe en ella
Entró entonces en el despacho de don Ramón Gámez, el Jefe de Estado Mayor, que era de su promoción. Por mucho que lo intentó, tampoco le pudo sacar nada, pero le dijo, sin embargo:
-        ¡Qué tonto eres, Valentín! ¡Con lo bien que estabas de ingeniero geógrafo y en el lío que te has metido por volver a la Armada!

Sospechando la conspiración, el Ministro de Marina Giral, por precaución, había decidido desplazar algunas unidades navales, pero no tenía confianza, a pesar de los informes tranquilizantes recibidos, en la situación interna de la Base Naval. Por eso intentó conseguir que no se conociese y divulgase en Cartagena el cometido de éstas.
               
Sobre las dos de la mañana, al alcanzar la situación prevista, don Valentín se puso en contacto con el Ministro de Marina. Recibió entonces el siguiente radiograma: “Diríjase a Almería y preséntese en el Gobierno Civil. Le llamará por teléfono el Gobernador Civil de Cádiz, cuyas órdenes usted cumplimentará”.

Al saber que se dirigían hacia Almería, la mayor parte de la marinería supuso que iban a sofocar una huelga que se había declarado allí, aunque algunos iban barruntando algo; así lo comprendió el cabo Camacho, que ya inquieto por los rumores que les había escuchado el día anterior,  observó hoy al Cabo de Marinería Triviño hacer unos comentarios, en voz baja, con Ginés Vera, Eleuterio Martínez y Aragó, con un aire un tanto misterioso; no consiguió enterarse de lo que decían, pero imaginó, por el gesto adusto de ellos, que algo grave debía estar pasando, y no tuvo que hacer mucho alarde de imaginación para figurarse que tendría algo que ver con lo de la famosa conspiración, por lo que su malestar fue en aumento.

El diecisiete de julio los cartageneros mostraron su alegría por el final de la huelga general; por fin se había llegado a un acuerdo con los trabajadores. Y, mientras tanto, conocida la sublevación, el gobierno dio orden para que los buques disponibles comenzasen a patrullar las costas en la zona del Estrecho. Mandaron a los radiotelegrafistas que cada dos horas “y en claro” comunicaran la posición del buque.

Ese día, hacia las ocho de la mañana, recaló en Almería el Lepanto. Algunos de la dotación saltaron a tierra y les ordenaron que regresasen a bordo si oían algún toque de sirena.


El Comandante se dispuso a cumplir las órdenes recibidas del Ministerio, y envió a uno de sus oficiales al Gobierno Civil para que solicitase la entrevista; volvió éste informándole que el Gobernador no despachaba todos los días por causa de las vacaciones de verano y se encontraba ausente. Según le informaron, sólo se dejaba ver hacia mediodía.
Era demasiado temprano, por lo que, mientras esperaba la hora, decidió don Valentín presentarse, a efectos protocolarios, en el Gobierno Militar, pues no sabía que  el Teniente Coronel Huertas Topete, Gobernador Militar, era más moderno y le correspondía, por tanto, cumplimentarle a él.
Huertas, que estaba dispuesto para unirse con su guarnición al golpe militar, se mostró con el recién llegado de lo más amigable y obsequioso, a pesar de la brusquedad de Fuentes en los intentos por quedarse solo y apareció por la tarde a bordo, con gran desconfianza por parte de don Valentín, que, en medio de la conversación recibió un aviso urgente del Gobernador Civil para que se personase en el Gobierno. Marchó rápidamente con Huertas pegado a sus talones, y una vez allí se desembarazó de él y entró solo, encontrándose con Ruiz Peinado, que le alargó el teléfono sin mediar palabra.
Al otro lado se encontraba el Gobernador Civil de Cádiz, Mariano Zampico, que le informó de la sublevación en Melilla y le ordenó trasladarse allí para impedir el paso de tropas hacia la Península. En aquel momento se recibió otra llamada por el teléfono directo del Ministro de Marina, Giral, que le confirmó las instrucciones de Zampico, y le anunció que en el tren correo llegarían unos pliegos reservados de la mayor importancia, referentes a la sublevación. A las diez zarparon rumbo a Melilla, la primera guarnición de España que se había alzado en armas contra el Gobierno.
Allí se reunieron con el Sánchez Barcáiztegui y el Almirante Valdés.
La tripulación observaba, expectante, el ir y venir del Segundo Comandante del Sánchez desde su barco al Lepanto y desde éste al Valdés; se preguntaban qué habría hablado con el Comandante en la caseta de derrota. Era sobre el cumplimiento de las órdenes enviadas por cable desde el Ministerio de Marina sobre lo que don Fernando Bastarreche había mandado a su segundo a discutir con los comandantes del Lepanto y el Valdés, órdenes cuyo contenido se pudo ir conociendo por la tripulación a través del radiotelegrafista Dopico, pero este tema pertenece ya al dieciocho de julio. Más adelante hablaremos sobre ello.

viernes, 15 de julio de 2011

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ, EL MAESTRO PELUQUERO

En la anterior entrada hice referencia al maestro peluquero que pasaba al exterior, ocultas en su maletín, las cartas que los presos del penal enviaban a sus familiares.
Días después recibí un correo de Mª Victoria Fernández, la autora del libro “El exilio de los marinos republicanos”, con quien me he comunicado en varias ocasiones, en relación a algunos datos acerca de la investigación sobre la muerte de mi abuelo.
Emocionada al leer la segunda carta, me escribió que el maestro peluquero a que hacía referencia era su abuelo, Manuel Díaz Martínez, un entusiasta republicano cuya visión de la vida se quebró al ver tantísimos horrores en ese penal, en el arsenal, y que a consecuencia de ello, decían sus hijas que ya no volvió a ser el mismo jamás.
Vaya desde aquí mi reconocimiento hacia este hombre que tan valientemente se arriesgaba para ayudar a la comunicación entre los presos y sus familiares, en un intento de hacer más liviano el dolor de la separación de los seres queridos y de la privación de libertad que tantos republicanos cartageneros sufrieron en esos días.