domingo, 20 de febrero de 2011



ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ

PEDRO CEREZUELA NAVARRO



  





PEDRO CEREZUELA NAVARRO Y ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ

PEDRO CEREZUELA NAVARRO
Magdalena vivía en Barrio de Peral, en el número dos de la Calle de Santa Teresa. No podía imaginar, en los primeros tiempos de su noviazgo con Florencio, ese chico de Los Dolores, que su familia pudiera tener ninguna lejana relación con sus vecinos. Pero conforme fueron tomando confianza, con el paso del tiempo, él le contó que su padre, Pedro Cerezuela Navarro, había sido fusilado después de la guerra. Nada tenía esto de extraño; en una ciudad como Cartagena, en la que más de un sesenta y cinco por ciento de la población había sido víctima de una cruel represión, era normal la cotidiana relación con hijos, hermanos, nietos o sobrinos de personas que habían sido fusiladas o se encontraban en prisión.


Lo que sí podía considerarse una casualidad era que su novio le comentara que su padre había sido detenido junto con alguien de su barrio, un practicante llamado Enrique Martínez Ros. - “¡Claro! ¡El de la Homeopatía!” – exclamó su madre cuando se lo comentó.
El practicante había vivido, y lo seguía haciendo su familia, en el número ocho de su misma calle, y todos los vecinos conocían perfectamente los sucesos relacionados con su muerte.  No llegó a ser condenado a muerte, como lo fue el que, de haber vivido, se habría convertido en su suegro. Enrique Martínez había muerto a consecuencia de los golpes recibidos en un interrogatorio al que fue sometido por el S.I.P. Su cadáver fue arrojado al mar para aparecer tres días más tarde en la costa de Mazarrón.
Ese relato lo había oído muchas veces en su infancia. Recuerda perfectamente cuando apareció la esquela en el periódico y su madre dijo: “¡Qué valor ha tenido doña Pepa! ¡Qué valor!”. Se refería a que la viuda mandó publicar una esquela en la que, debajo del nombre, hizo figurar “cuyo cadáver fue hallado el día 28 de Mayo del corriente asesinado en la playa de Mazarrón” y realmente era necesario tener mucho valor para hacer constar ese texto en una esquela en el año 1939.
Nadie supo en el barrio por qué lo asesinaron. Tampoco su novio sabía por qué su padre había sido fusilado.

Su suegra le habló de la gran amistad existente entre su marido y el practicante, a pesar de la diferencia de edad existente entre ellos. Florencio, el padre de Pedro Cerezuela, maestro del ramo de Artillería retirado, había sido una persona muy estimada durante el tiempo en que estuvo trabajando en el Arsenal, época en la que Enrique Martínez lo conoció, y de cuya laboriosidad y sentido de la responsabilidad guardaba muy buen recuerdo. Al coincidir en el mismo buque con el hijo, y reconocer en él los mismos rasgos de formalidad, responsabilidad y eficiencia que en su padre, se sintió inmediatamente movido por un gran afecto hacia él. Por eso, durante todo el tiempo que navegaron en el Lepanto, siempre que se encontraban libres de servicio, marchaban juntos a todas partes.

Isidora, que así se llamaba su suegra, le dijo que en una de las visitas a su marido cuando se hallaba en prisión, éste le contó que al principio de la guerra, en un atraque del buque, bajaron los dos a tierra con la intención de comprar juguetes, él, para Florencio, su único hijo, el practicante, para sus dos pequeñas, Pepita y Carmelina. Esa tarde se cruzaron con un vehículo en el que llevaban a unos prisioneros y los que lo conducían los invitaron a ir con ellos. Se imaginaron que esos hombres iban con destino al paredón y se negaron a subir. Según le dijo su marido, alguien había dicho que sí los acompañaron, pero no era cierto. Pedro fue fusilado el 14 de febrero de 1940.

Ahora, tantos años después, la familia conoce algunos detalles de lo ocurrido.
Ahora han podido, por fin, leer el resumen de la sentencia y conocer que fue declarado culpable de haber presenciado el fusilamiento de los oficiales del Lepanto.
Ahora han podido, por fin, leer la denuncia que contra él presentó Pedro Tárraga, el barbero del barco.
Ahora han podido, al fin, saber que según los informes del S.I.P. era considerado como persona de derechas y que, siendo hombre reservado y poco comunicativo, nunca hizo ninguna manifestación en ningún sentido.
Lo que no saben es por qué fue declarado culpable de haber presenciado unos hechos en los que nunca estuvo presente.
Tampoco saben por qué fue acusado de ello, qué motivo pudo inducir a nadie a declarar que se encontraba en un lugar en el que nunca estuvo.

Pedro Cerezuela fue sacado un día de su celda para ser llevado a declarar. Volvió con múltiples heridas, abatido, humillado… “¿Qué ha pasado?” – le preguntó Enrique Martínez – “Que he tenido que firmar lo que me han dicho, porque si no… me mataban” – respondió – “Pues a mí me tendrán que matar” – Dijo Enrique Martínez – “Me tendrán que matar antes que firmar esa infamia”.
Enrique Martínez Godínez murió el 25 de mayo de 1939, víctima de una paliza, por negarse a firmar una declaración falsa.
Pedro Cerezuela Navarro escapó a la muerte en el interrogatorio, pero lo hizo ante el pelotón de fusilamiento el 14 de febrero de 1940, declarado culpable de ser testigo de unos hechos que no presenció.

sábado, 12 de febrero de 2011

Nuevas declaraciones sobre el 18 de julio

En la Página "Los sucesos del Lepanto II", pudimos leer la semana pasada las declaraciones del Cabo Electricista Alfredo Lorenzo Malde.
A estas declaraciones se suman ahora las del Cabo de Fogoneros Juan García Tomás, el también cabo de fogoneros Pedro Camacho Adán y las de Antonio Muiños Rico. Con ellas podemos claramente reconstruir la actitud de fidelidad hacia el Gobierno por parte de la inmensa mayoría de la tripulación.
Pero no fue por este único hecho por el que se abre la causa nº 402/39. La gran importancia de los hechos de los días 19 y 20 podremos consultarlos, más adelante, en una nueva página

martes, 1 de febrero de 2011

EL CAMINO DE LA INVESTIGACIÓN IV


Encontrar un familiar de Camilo Campillo resultó relativamente fácil, si lo comparamos con el caso de Pedro Cerezuela.
Mi tío Antonio me comentó que, cuando fue condenado a muerte, su padre se presentó en casa de mis abuelos y estuvo llorando.
El día del juicio comparecieron Camilo y Pedro, pero mi abuelo, cuya muerte seguían negando las autoridades, aun después de encontrado el cadáver, fue declarado en rebeldía.
Florencio Cerezuela, creyendo que mi abuelo se había fugado del penal, fue a preguntarle a mi abuela qué había hecho para conseguir la fuga de su marido, si había hablado con alguien influyente, si habían sobornado a algún guardián… quería saber lo que había hecho la familia para conseguir que escapara, e intentar él lo mismo. Cuando le dijeron la verdad de lo ocurrido, que Enrique Martínez no se había fugado, que había sido asesinado y aparecido su cadáver tres días después, se derrumbó por completo. Perdió toda esperanza.
Me dijo mi tío que era de Los Dolores, por lo que pregunté a un amigo, Pedro Escudero, que era de dicho barrio y conocía muy bien a muchísimos de los habitantes, por si podía darme alguna pista.
-         Era de la familia de los Candelarios – me dijo – y creo que un hermano suyo vivía por la Calle Nueva.
Efectivamente, su hermano, fallecido hacía  unos doce años, había vivido en esa calle, y allí continuó su viuda hasta la muerte de su único hijo. Después, según me dijeron las vecinas, marchó a casa de su nuera, y posteriormente a un pueblo de Valencia, a vivir con la nieta, que era dentista. Nadie sabía más de ella, aunque me encaminaron hacia una residencia de la Tercera Edad, donde había una cuñada suya. Desgraciadamente, no me sirvió de mucho, pues la anciana se encontraba muy deteriorada psíquicamente, y no me pudo informar de nada.

Desechada la idea de obtener información a través de los familiares de Pedro Cerezuela, me centré a partir de ese momento en la investigación documental, sin imaginarme que, año y medio más tarde, se darían las condiciones para volver a encontrar una pista de esas personas.

Alguien le habló de mí a Ángel Valverde, un vecino de Los Dolores que estaba escribiendo la historia reciente del barrio, y acudió a buscarme en demanda de información sobre la creación del Ateneo de Cultura Popular y sobre los primeros años de funcionamiento del Colegio Vicente Medina. Después de hablar con él acerca de esos temas, se me ocurrió que quizás, puesto que ese hombre había hablado con tanta gente del barrio, buscando datos para su libro, quizás conociera a alguien de la familia que yo andaba buscando; le planteé mi problema, y cuando marchó de casa, diciéndome que intentaría averiguar algo, no podía imaginarme que, tan sólo hora y media más tarde, iba a recibir su llamada.
Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que un maestro del que fui compañera en mis primeros años de docencia, Don Francisco, estaba casado con una hermana de Pedro Cerezuela. Tanto él como su esposa habían fallecido hacía bastantes años, pero, aunque hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, tuve en su momento bastante contacto con Florita, su hija, porque la nieta de don Francisco había sido alumna del colegio. Florita, que casualmente era cuñada de un íntimo amigo de mi hermana.

Me puse en contacto con ella rápidamente, y enseguida me remitió a la viuda de su primo Florencio. Florencio, que se llamaba igual que su abuelo, fue el hijo de Pedro Cerezuela, y gracias a Florita pude entrar en contacto con la nuera, Magdalena, una mujer muy simpática, que había oído muchas cosas en referencia al fusilamiento de su suegro, pues hasta la muerte de su suegra había vivido con ella.

Magdalena sabía muy poco sobre las acusaciones de las que fue objeto Pedro Cerezuela Navarro; sólo lo que su suegra le había contado: que lo acusaron de haber visto que fusilaban a alguien. Sabía que estando el Lepanto atracado en Málaga, Pedro y mi abuelo bajaron a tierra con la intención de comprar juguetes para llevar a sus hijos, y que vieron pasar un coche con gente que llevaban para fuera de la ciudad y que, cuando los milicianos les dijeron de subir, se negaron a hacerlo, porque se imaginaron que a los que iban dentro los llevaban para fusilarlos. Sabía que el padre se sintió incapaz de asistir a la ejecución, mandando a un hermano suyo en su puesto, y que cuando le fueron a vendar los ojos, se negó a que lo hicieran. Sabía mucho más sobre mi abuelo que sobre su suegro, porque su madre, casualmente vecina de mi abuela durante muchos años, le contó toda la historia al enterarse que el padre de su futuro yerno había sido detenido junto a su vecino. Y sabía mucho acerca de la gran amistad que su suegro y mi abuelo habían mantenido, a pesar de la diferencia de edad que entre ambos existía. Me prometió buscar una foto que recordaba, en la que ambos aparecían juntos, y me agradeció enormemente los datos que sobre la estancia en prisión de su suegro le pude facilitar.

Tenía razón el sobrino de Camilo Campillo, al animarme a continuar mi investigación, citando un refrán muy conocido en Francia: “Poquito a poco hace el pájaro su nido”