martes, 28 de diciembre de 2010

MEMORIA DEL OLVIDO

Tras la publicación del testimonio sobre Don Fernando, hace unos días, traigo aquí este escrito sobre él, en esta ocasión, debido a su nieta, mi prima Ángeles Soler Martínez:

MEMORIA DEL OLVIDO

Eran los primeros años de la década de los sesenta y mi escasa vida transcurría entre la vitalidad de mi madre, la bondad de mi padre, tíos, primos y la casa de mi abuela María, la madre de mi padre.
Era en esa casa de pueblo con patio y jardín de crecimiento caótico, cuartos traseros llenos de polvo y olor a jazmín y caldo Maggi, donde transcurrían muchas tardes de domingo mientras mis padres iban al cine.
Mi abuela era un no parar, ni se sentaba para comer y la recuerdo siempre pelando alcachofas con los dedos agrietados y negros de tanta verdura pelada a lo largo de su vida; siempre reía y nos decía a los niños: chhhiiisss que los tites y el abuelo están comiendo; estos personajes eran para mí “los que vivían con mi abuela”, permanecían horas en sus habitaciones y comían en silencio dejando oír solamente el ruido que hacían al sorber el caldo de la ensalada.
El abuelo era tierno y tenía una triste sonrisa, casi nunca salía de la habitación y ya fuera verano o invierno, cubría su cabeza con una boina de lana negra y se abrigaba con una chaqueta de lana; desde su habitación dimanaban sus Mariiiiía, y acto seguido, mi abuela acudía con la comida, agua o cualquier cosa que necesitara; en la habitación había un gran ventanal junto al cual mi abuelo permanecía sentado en un sillón casi todo el día y era allí donde yo me sentaba cuando me colaba en la habitación sin que mi abuela se diera cuenta para que el abuelo me hiciera cocinitas con cajas de cerillas.
Los años pasaron y mis padres se fueron a vivir a Canarias, yo seguí con mi obsesión de querer ser veterinaria, que no sé de dónde la sacaría porque en mi vida había conocido uno, ni siquiera había visto otros animales que no fueran los perros sarnosos que recogía, los gatos de la prima Rosamaría y los que salvaba de las garras de aquellos niños sádicos que poblaban mis pesadillas de niña. No sé exactamente qué edad tendría cuando me enteré de que mi abuelo Fernando habría muerto, aproximadamente unos trece, edad en que la muerte es una palabra sin sentido y en la que sólo se es consciente de que los que estaban dejan de estar, así que el abuelo quedó en mi memoria junto al olor de jazmines, las cocinitas de cajas de cerillas y su sonrisa tierna y triste.
Cuando llegué a la Facultad empezó mi aprendizaje de la vida y lo primero que aprendí fue que allí me iban a enseñar justo lo que no tendría que hacer, pero también aprendí lo que era la libertad, el compañerismo, la política y el sexo, cosas que realmente son las que se aprenden en la Universidad. En mi casa nunca se habló de política. Sólo mi abuela materna, una mujer de armas tomar, se atrevía a poner verde a Manuel Fraga cuando salía en la televisión y acto seguido, mi tía cerraba las ventanas para que no la oyeran desde la calle. Fue en aquella época, principios de los setenta, cuando empecé a preguntar a mi madre, a mi padre, a mis tíos, sobre historias oídas de refilón sobre mi familia y así supe de aquellos hombres serios que sorbían el caldo de la ensalada en silencio y sonreían tristemente.
El abuelo Fernando había sido Oficial de Correos, pertenecía al Partido Socialista y fue alcalde de Cartagena durante los últimos tiempos de la guerra; era un hombre culto, honrado, y que ayudaba a la gente que lo necesitaba siendo respetado por todos los que lo conocían. Pero se ve que todo esto fue la causa de que tuviera que salir por patas cuando terminó la guerra, esa guerra fraticida en nombre de la Patria, Una, Grande y Libre y que dejó España vacía de hombres como mi abuelo.
El abuelo se tuvo que ir a Francia, pero quiso el destino que acabara en una cárcel de Orán donde meaban y cagaban en latas, comían basura, bebían agua putrefacta y trataban de conservar su humanidad. Los que consiguieron salir de allí ya nunca fueron los mismos, unos se volvieron locos para olvidar tanta locura y a otros, como a mi abuelo, se les murió el alma; volvieron a sus casas, se encerraron en su silencio y ya no hablaron ni de política ni de nada nunca más, se perdieron en el olvido.
Ahora con una Ley de la Memoria Histórica aprobada, los hay que dicen: ¿Para qué remover la memoria? Hay que dejar que las heridas se cierren, eso pasó hace mucho tiempo, miremos hacia delante. Y yo les digo que de heridas sé bastante; las heridas se cierran después de limpiar la suciedad y también les diría: Miremos hacia delante, pero sin olvidar a los que quedaron enterrados en el olvido. Les diría tantas cosas, todas las que mi abuelo Fernando, “un hombre en el sentido de la palabra, bueno”, calló para siempre y ni contó a los suyos por miedo y amargura.
Abuelos de la gris España, no os olvidaremos.
ANGELES SOLER MARTÍNEZ

miércoles, 22 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ

ENRIQUE MARTÍNEZ GODÍNEZ
El 28 de junio de 1890 nació en Cartagena Enrique Martínez Godínez, hijo de Antonio Martínez Torres, conocido popularmente como “Antonio el Herrero”, hombre de gran cultura que simultaneaba el trabajo en la fragua con la práctica de la Homeopatía; fue, probablemente, el primer homeópata de Cartagena.
Enrique realizó los estudios de Practicante, con idea de continuar con la tradición como homeópata de su padre, como así hizo, aunque más adelante ingresó en el cuerpo de Auxiliares de Sanidad de la Marina.
Fue el 1 de abril de 1915 la fecha en que Enrique Martínez Godínez comenzó a prestar sus servicios como Aspirante a Practicante de la Armada en el Hospital de Marina de Cartagena.
Veinticuatro años después falleció a consecuencia de las torturas sufridas durante un interrogatorio en las dependencias del S. I. P., el día 25 de mayo de 1939.
Sus verdugos podrían haber dado a su muerte la misma explicación que se solía dar en otros casos similares, decir que se había debido a un suicidio, pero en lugar de ello, arrojaron al mar su cadáver, que apareció tres días más tarde en la playa del Alamillo, de Mazarrón.
¿Por qué intentaron ocultar el asesinato de esta manera tan burda? ¿Por qué falsificaron la documentación de su expediente de prisión, haciendo figurar que había sido puesto en libertad? ¿Por qué negaron su muerte durante mucho tiempo después de ocurrida?
La lectura del texto precedente podría conducirnos a suposiciones que nada tienen que ver con la realidad… creer que se trataba de algún importante dirigente político o sindical, pensar que se había destacado en sucesos de guerra, en hechos delictivos, en algún tipo de conspiración… Nada más lejos de la realidad.
El estudio de su expediente profesional no arroja ninguna luz sobre el tema: Ascendido a Segundo Practicante el 13 de noviembre de 1919, continuó prestando sus servicios en el Hospital de Marina hasta que embarcó en el Cañonero “Álvaro de Bazán” el 15 de febrero de 1921, permaneciendo a bordo hasta el 20 de febrero de 1923, en que regresó a su destino del Hospital de Marina de Cartagena.  Se encontraba entonces en posesión de la Medalla Militar de Marruecos con pasador de Tetuán. (R.O. de 10 D.O. nº 37) que le había sido concedida el 20 de febrero de 1923.
Como Segundo Practicante prestó servicios, sucesivamente, en la Enfermería del Arsenal, en la Fábrica Nacional de Torpedos y, finalmente, en el Cañonero Cánovas del Castillo, donde se encontraba, el 4 de abril de 1931, cuando fue ascendido a Primer Practicante.
Las elecciones que dieron lugar a la llegada de la República tuvieron lugar cuando todavía se encontraba en el Cánovas, esperando el momento de ser autorizado a trasladarse a Cartagena para tomar posesión de su destino, de nuevo en el Hospital Militar de Marina, lo que no ocurrió hasta el día 30 de abril.
Durante los años de la República, Enrique Martínez Godínez simultaneó su destino en el Hospital de Marina con el ejercicio de la Homeopatía. No se afilió a ningún partido político, a ningún sindicato; no perteneció a ninguna logia masónica. Era, eso sí, un republicano convencido, que había recibido con enorme alegría el advenimiento del nuevo régimen, por el progreso que suponía iba a significar para el país, pero jamás se destacó en el ambiente político.
Quizás el motivo de su detención, de su muerte, del secretismo sobre las circunstancias de ésta, habría que buscarlo en el destino que ocupara cuando estalló la rebelión del 18 de julio: Enrique Martínez había sido destinado, el 6 de junio de 1935, al Destructor “Lepanto” y a bordo de él se encontraba el día de la sublevación, a bordo del único buque cuyo comandante se mantuvo fiel a la República.
Por eso, en mi investigación, sobre las circunstancias de su muerte, he dado una gran importancia a los hechos ocurridos a bordo del Lepanto durante los primeros meses de la guerra, y éste va a ser uno de los apartados que a partir de ahora aparecerán en este blog: la investigación de las cinco causas judiciales que las autoridades franquistas abrieron en averiguación de los sucesos ocurridos en dicho buque.
En las próximas semanas podréis ir leyendo, en diferentes entregas, la relación de los hechos en boca de los  testigos y encartados en estas cinco causas. Es mi propósito, a través de estos relatos, contribuir a llevar a cabo el deseo que mi abuelo expresó en una de las cartas que envió a su familia desde la prisión: “Que se abra paso a la verdad”

sábado, 4 de diciembre de 2010

¡Pero si este hombre está vivo!


     “Hay que concretar al máximo; si es posible, hacer constar exactamente el número de la causa que se quiera consultar”. Éstas son las indicaciones que dan los funcionarios del Juzgado Togado de lo Militar número 14 cuando nos dirigimos allí con la instancia para solicitar la autorización judicial para investigar en el Archivo Histórico de la Armada de Cartagena.
Mi pretensión era acceder al Archivo y tener acceso a los documentos que, desde 1939 a 1945, estuviesen relacionados con la temática del libro que quería escribir acerca del asesinato de mi abuelo, pero la respuesta fue que no se podía realizar una solicitud para investigar sobre un período de tiempo tan extenso y un tema  tan general, sino que había que referirse a una causa en concreto. Me dieron entonces el número de teléfono del Archivo para que preguntase si allí se encontraba depositada alguna causa en relación con mi abuelo, o su expediente de prisión, para que, en caso afirmativo, consignara su número en la solicitud.

Al explicar que quería consultar el expediente de Enrique Martínez Godínez, un marino que había estado detenido en el Penal Naval al terminar la guerra y al que mataron en mayo del 39, el Jefe de Negociado respondió:
-         ¡Pero si este hombre está vivo!
-         No, este hombre murió. Lo mataron en mayo del 39, de una paliza.
-         No murió ¡Si estaré yo acostumbrado a manejar expedientes…! Y a éste le falta la cruz que se les pone cuando han fallecido. Lo mismo da que hubieran sido fusilados o que muriesen de otro modo.
Si “este hombre” hubiese estado vivo habría tenido, en esa fecha, 118 años. Pero yo podía asegurar que murió en el 39. Podía citarle, incluso, los nombres de los dos testigos que, varios años después, habían testificado acerca de su muerte, ante un notario, para que su viuda pudiera cobrar, por fin, la pensión a que tenía derecho. Pero no era cuestión de discutir por ello. Lo importante era acceder a la documentación.

-         Sí. El expediente de prisión está aquí, pero la causa no existe.
-         ¿La causa no existe? ¿No se hallaba procesado?
-         Sí, se abrió un proceso. Aquí figura el número de la causa: es el 136/1939, pero no se encuentra aquí. Físicamente no existe.
-         ¿Cómo que no existe? ¿Acaso la han destruido?
-         No, no es eso. Aquí no se destruye ningún documento; pero se trata de expedientes muy antiguos. Este archivo se encontraba dividido en varios diferentes, que estaban ubicados en distintos lugares, y se han unificado recientemente, y ya se sabe lo que pasa con los traslados, que a veces, algunas causas se pierden… Hace muchos años de estas cosas.

Aunque la causa hubiese desaparecido, por lo menos existía el expediente de prisión, y seguro que si podía acceder al Archivo encontraría algún otro documento que me diese pistas que resultaran útiles para mi trabajo. Por ello solicité al Juzgado, dos días después, consultar la Causa con número de autos 136/1939 y todos los que dimanaran de ella hasta el año 1945.
Mientras esperaba la concesión del permiso, me dediqué a buscar otro tipo de documentación, como las reseñas de los periódicos, y solicité al Ministerio de Defensa su hoja de Servicios. Cuando recibí la respuesta, consistía en un cierto número de copias de las tomas de posesión en los diferentes destinos, que venían acompañadas de una nota en la que decía:”Estos datos  están sacados de su incompleto expediente personal, no tiene Hoja de Servicios y no figura ni la fecha de retiro ni la de fallecimiento”

Sesenta y nueve años después de lo ocurrido, sesenta y nueve años después de la aparición de su cadáver, a los tres días de ocurrida la muerte, y todavía se seguía negando que ésta hubiese tenido lugar…
 He aquí un ejemplo de lo que había oído, en una conferencia, decir a Pedro Mª Egea Bruno acerca de que a estas personas se les había condenado a morir por dos veces, en una primera ocasión, a la muerte física; después, a la muerte que suponía el olvido. Pero yo no lo iba a consentir, no iba a consentir que el nombre de Enrique Martínez Godínez quedara condenado a perderse en el olvido, del mismo modo que nadie de cuantos y cuantas nos encontramos luchando hoy por la Recuperación de la Memoria vamos a consentir que ninguno de los nombres de quienes dieron su vida por defender la Libertad queden relegados al olvido; pues si de inabarcables dimensiones fue la traición de quienes en el 1936 se levantaron en armas contra un gobierno legítimamente constituido, mayor aún, muchísimo mayor sería la nuestra, la de los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI, si no nos opusiéramos a que este olvido continuara, si no luchásemos porque de una vez, por todas, se abra paso a la verdad de lo que entonces ocurrió. Nuestro pueblo no puede olvidar su pasado, y no lo va a hacer, no está dispuesto a permitir que esto suceda.

DON FERNANDO

Acababa de terminar Primero de Bachiller. Todo un verano de descanso, de playa, de juegos, se encontraba esperándome ese día de junio, una vez recogidas las notas de ese curso.
Pero mi padre no estaba dispuesto a permitirme tantas horas de ocio. Se empeñó en que durante ese verano comenzara a dar clases de francés con Don Fernando, para que el curso siguiente no me costara demasiado trabajo la nueva asignatura.

Don Fernando era el suegro de mi tía Angelita y vivía muy cerca de casa.
Las clases las dábamos en una habitación con ventana al jardín, donde siempre  se encontraba el pobre hombre, porque era en la que daba más el sol; había continuamente un hornillo eléctrico en la esquina con una olla de agua hirviendo con hojas de eucalipto, pues Don Fernando estaba muy enfermo, tanto que con el calor que hacía llevaba siempre puesta la boina y tenía una eterna manta a cuadros rojos y negros, sobre  las rodillas.  Era muy buena persona; nunca se enfadaba, tenía mucha paciencia conmigo cuando me equivocaba, me repetía una y otra vez las frases hasta que lograba aprender a decirlas con la entonación adecuada, y nunca me ponía tareas para hacer en casa, como los profesores al uso.
-          No, no hay que arrastrar así las erres, eso es barriobajero, un francés bien educado, nunca habla así. Doucement!  Doucement! – me decía cuando intentaba tomar carrerilla.  Y se limpiaba con el pañuelo de cuadros la gota que le colgaba de la punta de la nariz – Trés bien!

¿Cómo sabía este hombre tanto francés?  ¿Por qué estaba tan viejo, en comparación con su mujer?  ¿Qué le pasaba que estaba tan enfermo?  ¿A qué se dedicaba?
Un día, mi prima Ángeles me enseñó un plato y una cuchara de esparto.
-         Los hizo mi abuelo.
-         ¿Para qué?  ¿Para qué los hizo? Si con eso no se puede comer…
-         Fue cuando estuvo en el campo de concentración.
-         ¿En el campo de concentración?  ¿Tu abuelo estuvo en un campo de concentración?  ¿Es que luchó en la Segunda Guerra Mundial?
-         No.  Son de cuando estuvo en Francia.  Mi abuelo se escapó a Francia, y allí, a todos los españoles que llegaban, los encerraban en campos de concentración.
-         ¿Y por qué se escapó?
-         No sé.  Cosas de esas de la guerra.  Dice mi padre que allí, en el campo, no tenían nada, ni siquiera cubiertos.  Por eso mi abuelo se hizo esta cuchara y este plato para poder echarse la comida.

Don Fernando regresó enfermo a España tras un exilio que cerró sus labios totalmente; se trajo consigo la cuchara y el plato de esparto que él mismo se fabricó allá en Francia, también vino acompañado de una bronquitis crónica, una debilidad extrema y una amargura infinita, pero nunca hizo comentarios sobre lo que había vivido ni volvió jamás a hablar de política hasta que murió.
Había sido un miembro relevante del Partido Socialista, y alcalde de Cartagena durante el último año de la guerra.
Mi tío contaba de él muchas anécdotas, que repetía, añorante y orgulloso, ante los oídos atentos de sus hijos y sobrinos, que lo escuchaban embelesados, como quien asiste al relato de un cuento; anécdotas que siempre decían mucho sobre su bondad, su cultura, su ecuanimidad… pero nada de ello parecía haberle servido de mucho, pues al final de la contienda tuvo que escapar para evitar ser encarcelado, y quién sabe si algo más.
Las anécdotas oídas acerca de Don Fernando, al igual que las que hacían referencia a muchas otras personas con pasado republicano eran totalmente opuestas a los relatos que, en el colegio, las buenas monjitas hacían sobre los rojos, y que ayudaba a formarme la idea de que los perdedores de la guerra civil habían sido unos seres deshumanizados, sin sentimientos…  y sin embargo, todas las personas a quienes conocí, con pasado rojo, eran para mí una gente encantadora… Todas esas historias, la de Don Fernando, la de mi vecino Juan, y tantas otras, fueron quedando registradas en mi memoria de manera casi inconsciente.  Más adelante, en la época de las grandes contradicciones, las fui recuperando, e hicieron que éstas se agudizaran considerablemente.
Hoy, continúo recordando la figura de todos sus protagonistas, y entre ellas, la de este antiguo alcalde socialista, que murió como un pajarico, encontrándolo su mujer con el cuello doblado, sentado en su sillón y arropado en la manta, como si estuviera durmiendo, y recuerdo las historias que contaban sobre él y sobre todos los demás represaliados que conocí durante el corto período de mi infancia. Pienso que el conocer a estos personajes contribuyó a despertar mi interés por conocer la verdad de los hechos. Conforme pasó el tiempo me fui aficionando a la lectura de novelas históricas, pero ninguna de ellas despertó en mí jamás la atracción que me merecieron todas aquellas historias sobre estos personajes reales que en aquella época me aficioné a escuchar.