domingo, 7 de noviembre de 2010

III: Antonio

III: ANTONIO

Antonio tiene 93 años. Lo movilizaron en el 37, próximo a cumplir los 20.
“Poco antes de que me llamaran a filas, había ocurrido lo del Jaime.
Allí estaba mi tío Ángel. Lo habían destinado a ese barco al año de empezar la Guerra. Lo habían herido cerca de Almería, y mientras el barco estaba en reparación, él se encontraba en el Hospital Militar. Con ese carácter que tenía, no soportaba estar todo el día allí encerrado, y por eso, muchas veces se salía de la habitación, y claro, con la falta de camas que había… pues le dieron el alta antes de tiempo. Se volvió a incorporar y le pilló dentro del barco el día del sabotaje.
Estábamos comiendo cuando oímos la explosión, mi padre dijo: “Eso ha sido el Jaime”. Si tenía que ser, si sabíamos todos que ese barco estaba sentenciado, que se encontraba en el punto de mira de los fascistas por lo que había pasado en el 36 con los oficiales…  Y echamos los dos a correr. Él se fue poniendo la guerrera por el camino, y yo le eché mano a la chaqueta con el brazalete de la Cruz Roja. Nos tiramos carretera abajo, en dirección a Cartagena (Vivíamos en Los Molinos, por detrás de la Iglesia).
En los controles, al ver a mi padre con el uniforme de sanitario y a mí con el emblema de la Cruz Roja, nos dejaban pasar.
Me dieron una caja con morfina, y yo iba pinchando a los heridos, y volviéndoles la cara, para ver si alguno de ellos era mi tío… pero mi tío no aparecía. Casi todos morían. Estuvimos no sé cuánto tiempo ahí, en el muelle, atendiéndolos de primeras, hasta que aparecían los camilleros y se los iban llevando. Cuando terminamos lo más urgente, dijo mi padre: Vámonos a casa, que la mamá estará sufriendo.
Cuando llegamos, no le dijimos nada. No hacía falta. De sobras se imaginaba lo que había pasado… Ella había preparado la cena por la mañana, al mismo tiempo que la comida, para adelantar el trabajo. Y había hecho letones con tomate… No pudimos comer…
Poco después me movilizaron.
La mía era la 21 Brigada Mixta. Fuimos en tren para Valencia, y con nosotros movilizaron también a la Quinta del Biberón. Al llegar a Alicante, las mujeres dejaban las casas para ir a la estación a llorar, porque se llevaban niños al frente.
Al llegar a Valencia nos recibió una escuadrilla de aviones fascistas. Empezaron a bombardear, y toda la gente corría de un lado para otro. Los de Cartagena éramos los que estábamos más tranquilos, porque nosotros ya teníamos costumbre de los bombardeos, pero iban muchos que no habían estado nunca en ninguno, y temblaban de miedo.
De momento, en Valencia, me mandaron al Cuartel General de Sanidad. Me destinaron a ambulancias, y estaba un día franco y otro de guardia. Después, fui al frente de Granada, pasando por Almería. Estuve en Berja, y de allí me mandaron a a Guadix, al hospital. Allí había un médico que era de Almería y se llamaba Don José Rubí Salmerón. Ese médico tenía un compañero médico que se hallaba detenido en San Miguel de los Reyes, un penal que había en Valencia,  pero su mujer estaba en Guadix. Pues el médico me dijo: “Martínez, yo no te lo mando, pero si tú quieres hacerme este favor, te lo voy a agradecer. En tal sitio, la Señora tiene una apendicitis supurada. Si tú quieres hacerte cargo de eso,  porque como es fascista, nadie quiere ir a curarla; pero si tú quieres, pues te llevas del Hospital el alcohol, el algodón, los enseres que necesites y la curas” Y así lo hice. ¡Qué me iba yo a imaginar entonces lo que el agradecimiento de esa mujer me iba a suponer!
Aunque mi destino estaba en Guadix, me mandaron una temporada a Baeza. Allí mandaban a los que tenían sarna. Los metíamos en unos bidones anchos, de 100 litros, con carburo y agua, tres días y los devolvían después al frente. No había ningún sanitario cerca, y por eso me mandaron a mí.
En el Hospital de Guadix estaba al final del conflicto. Al llegar los fascistas pasaron con un coche con altavoces pregonando que todos los personajes militares “de la época del horror” tenían que presentarse en la iglesia. Guadix es, posiblemente, la ciudad de España que más iglesias tiene, pues en cada calle había una iglesia. Nos metieron allí y nos tuvieron 3 días sin tomar alimentos de ninguna clase, ni siquiera agua. A los 3 días nos sacaron de la iglesia a los auxiliares y nos hicieron desfilar flanqueados por dos filas de una compañía, apuntándonos con ametralladoras.
Nos llevaron al campo de concentración, que estaba en Motril, en la provincia de Granada. Había sido una fábrica de azúcar, o quizá de esparto… y dentro del campo había una casa, una especie de palacete, donde se supone que residirían los jefes de la fábrica.
Separaron al personal de Sanidad del resto de la gente, con el fin de que nos hiciéramos cargo de los enfermos propios, y a nosotros nos correspondió la casa, separados de los demás.
Hacía un frío espantoso, porque estaba toda llena de azulejos finos. Y allí encima dormíamos, sin mantas ni nada.
Entonces, la señora que curé se había puesto bien y vino a verme, montada en un burro, y llegó a Benalúa para agradecerme lo que había hecho por ella. Hizo un aval a mi nombre.
En el campo de concentración había 5000 hombres y yo fui el primero en salir del campo, gracias al aval que esa señora me hizo. Fueron metiendo en la casita a los que estábamos en esa situación, y de día nos dejaban salir, teniendo que volver al campo por la tarde. Allí, en el pueblo, hice amistad con una muchacha que trabajaba en una panadería, y salíamos a pasear y a tocarnos el culo por ahí… gracias a esto, paliaba el hambre. El padre quería que pasara a hablar con él, pero entonces vino la orden de ponerme en libertad. Me dieron un pasaporte, y en compañía de un compañero que había estado conmigo también en el Hospital, cogimos el tren para Cartagena.
Al llegar a la estación de Los Molinos, bajamos los dos, y al pasar por la Calle del Apeadero, el dueño de la tienda de ultramarinos de la esquina, me reconoció, y cuando mi padre subía para la casa lo llamó y le dijo “Don Enrique, haga el favor” y él volvió “¿Qué le pasa?” – “Que su hijo está en su casa” – “¿Cómo va a ser?”
Tuve suerte de salir pronto del campo, gracias al aval de esa señora. Si no, no sé cuánto tiempo me habrían tenido encerrado.

Después de que mataran a mi padre, vino la mili… que tras de dos años de guerra, todavía me esperaban otros dos años de servicio militar. Me mandaron a San Fernando, y después de un mes, a Cartagena. Aquí tuve la suerte de que un capitán médico me llamara para la enfermería, porque me conocía de cuando había estado de meritorio en el Hospital Militar, antes de la Guerra. Gracias a eso no se me hizo la mili más dura, pero es fácil imaginarse lo mal que me lo pude pasar esos dos años, trabajando con toda aquella gente, los mismos que habían matado a mi padre… nada se podía hacer, sólo callar. Tragar y callar.

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