jueves, 18 de noviembre de 2010

IV: ENRIQUE



“Pues habría matado usted a dos: Al padre y al hijo”
        
El presente testimonio lo escuché, en la época de mi adolescencia, de labios de Enrique Martínez, mi padre.

Él nació en el 21: tendría ahora 88 años y medio; pero en la época en que ocurrió esto que os narro, su edad se encontraría entre los 20 y los 25 años:

         Si me hubiese dado cuenta de que se estaba aproximando la hora, no habría pasado por allí, pero con este eterno despiste mío, me vine a apercibir en el último momento.
         Y ahí estaban los infantes, cuadrados ante la puerta de Capitanía, el corneta, dispuesto a tocar, y el cabo, en el balcón, preparado para arriar la bandera.
         Me percaté demasiado tarde, di la vuelta, dirigiéndome al Banco de España, por si podía refugiarme en el umbral para evitar tener que saludar, pero no me dio tiempo. La gente de la calle ya se encontraba detenida con el brazo en alto cuando Manuel Vidal me atajó el paso.

-         Oye, tú, ¿es que no vas a saludar a la bandera?
-         Yo no soy militar – repuse mientras intentaba aparentar una calma que me encontraba muy lejos de sentir.
-         ¿Tú no eres militar? ¿Tú no eres militar? ¡Tú eres un desgraciao! ¿Y si yo empezara a darte hostias, qué? ¿Seguirías diciendo que tú no eres militar? ¿Y si yo empezara a pegarte hostias hasta dejarte en el sitio? ¿Qué? ¿Qué pasaría? ¿Eh? ¿Qué pasaría?
-         Pues pasaría que habría matado usted a dos: al padre y al hijo.

         Se quedó parado en seco, clavándome la mirada con odio – los ojos del verdugo – No sé cómo, pero el caso es que sostuve su mirada. Apretó los dientes mientras la desviaba. Bajé entonces la mía hacia sus puños, más apretados aún que las mandíbulas.
         Dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
         Entonces, consciente por primera vez del peligro que había corrido, también yo volví sobre mis pasos, caminando enérgicamente al principio; después, las piernas comenzaron a aflojárseme; empecé a sentir náuseas… Como pude, me apoyé a la pared mientras que las arcadas me sacudían… no podía llorar, aunque era eso lo que con más fuerza deseaba, no podía caminar, no podía, apenas, tenerme en pie…  sólo podía vomitar. Quizás quienes me miraran pensasen que estaban ante un borracho, ¿qué más daba? Después de vaciar lo poco que llevaba en el estómago, continué un rato sintiéndome estremecer cada vez que echaba un poco de bilis… cada arcada era más dolorosa que la precedente, sentía el esófago quemado por las brasas…
         Saqué el pañuelo para limpiarme y empecé a caminar con paso vacilante, mientras un gustillo agrio perduraba en mi paladar: era el sabor del miedo.

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