La historia no ha hecho todavía
justicia con los exiliados, aunque hay que destacar la tarea de muchas personas
por recuperar su memoria.
Como muestra, este interesante
reportaje que nos ofrece La Vanguardia.com sobre la huída de los 3.000
republicanos que embarcaron en el Stanbrook.
HISTORIA
La última huida
21/03/2014 - 12:40h
Helia González, de 79 años, sostiene la foto del Stanbrook, el barco donde huyó con su familia en marzo de 1939, mientras la República se derrumbaba. Daniel García-Sala
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Valencia
Recuerdo
una cubierta abarrotada, con el cielo oscuro sobre nuestras cabezas. Llovió esa
noche, no demasiado, pero hacía frío. Papá me dijo que cuidara de mi
hermanita”. Helia González tiene 79 años y una memoria formidable. Ella es uno
de los pocos testimonios vivos de un episodio épico ocurrido en el último
aliento de la Guerra Civil española.
Una aventura única, temeraria, que condicionó para siempre la vida de aquellas
personas que la protagonizaron. Que lograron huir, a la desesperada, en el
buque carbonero 'Stanbrook',
atracado en Alicante, de la amenaza de las tropas franquistas que sitiaban la
ciudad, por tierra, mar y aire. Una historia en la que hubo héroes, como el
capitán del barco, Archibald Dickson,
que arriesgó la nave y su vida para salvar a casi 3.000 republicanos derrotados
y amenazados. Y también con perdedores, porque llegados a Orán, Argelia, esas
personas iniciarían un largo, duro y poco estudiado exilio que ahora, con
diversas iniciativas, vuelve a recordarse.
Tiene razón Helia González,
que era la pasajera 2.227: hacía frío. Era el 28 de marzo de 1939. Lo describe
muy bien Rafa Torres en su obra 'Los náufragos del Stanbrook'. Alicante era un
caos alimentado por el miedo. El “ejército nacional” ansiaba resolver con
rapidez la conquista de uno de los últimos bastiones de territorio republicano
y uno de los últimos puntos de huida. Artillería y aviación se empleaban a
fondo. Se disparaba sin piedad, en tierra y en el mar. Buques franquistas
(también italianos y alemanes), además, jugaban a cazar a cuanto barco grande o
pequeño intentaba huir de Alicante.
“Llegamos al puerto en tren desde Elx; una vez allí, una cola
larguísima nos separaba de un barco que me pareció enorme con un nombre extraño
y mucha gente. Nosotros, como todos los demás, temíamos no poder alcanzar la
pasarela que nos permitiría llegar a él”, recuerda Helia González. Su padre
había fundado en Elx el partido de Jóvenes de Izquierda Republicana y era un
líder sindicalista; su vida corría grave peligro. “Al fin llegamos al barco.
Unos brazos vigorosos me levantaron. Vi una cara sonriente, una gorra de marino
y me dio un beso en la mejilla. No dijo una sola palabra, pero ese abrazo, esa
mirada, prometían algo bueno… era él, era Dickson y ya no había peligro”. Helia
tenía cuatro años y tres meses.
Rafa Torres relata que en el puerto de Alicante “quedó cuanto habían
sido, sus oficios, la esperanza, el conjunto de sus afectos, el hogar, y todo
ya inservible y revuelto en los muelles donde los que no habían conseguido huir
de la venganza franquista, el grueso de los atrapados en aquella ratonera, lo
perdieron todo igualmente. Los del 'Stanbrook' viajaron hacinados a bordo de un
viejo carbonero inglés, pero ya, y para siempre, en la condición de náufragos”.
A partir de ahí, no existe mejor relato de lo ocurrido en
aquellos primeros momentos que el del capitán Dickson. En una carta al director
del 'Sunday Dispatch' divulgada el 4 de abril de 1939 señala que entre los
refugiados había un gran número de mujeres, chicas jóvenes y niños de todas las
edades que incluso llevaban en brazos. “Debido al gran número de refugiados me
encontraba en un dilema sobre mi propia postura, ya que mis instrucciones eran
que no debía tomar refugiados a menos de que estuviesen realmente necesitados.
No obstante, después de ver la condición en que se hallaban, decidí desde un
punto de vista humanitario aceptarlos a bordo, ya que anticipaba que pronto
desembarcarían en Orán”, escribió.
El testimonio es estremecedor: “Entre los refugiados había todo
tipo de clases de gente, algunos aparentaban ser extremadamente pobres y
parecían consumidos por el hambre y mal vestidos, con una variedad de atuendos
que iban desde monos hasta viejas y desgastadas piezas de uniformes e incluso
mantas y otros peculiares trozos de tela”. Su relato parece propio de un
corresponsal de guerra: “Había también algunas personas, mujeres y hombres, con
una buena apariencia y que asumí eran mujeres y parientes de funcionarios.
Algunos de los refugiados parecían llevar consigo todas sus posesiones
terrenales cargadas en maletas; bolsas de todas las descripciones, algunas
atadas en grandes pañuelos y unos pocos con maletas”.
Al inicio, como describía el capitán, la gente comenzó a subir
de manera ordenada. Llegaban no sólo desde diferentes puntos de la provincia de
Alicante, sino desde Valencia o Madrid; algunos, superando o burlando ya las
zonas consolidadas por el ejército rebelde. Pero, poco a poco, aquel 28 de marzo el
pánico comenzó a cundir entre los refugiados, que corrieron a subir desesperados.
“Viendo esta súbita avalancha de gente estuve casi inclinado a dejar caer la
pasarela y alejar mi nave del muelle, pero dándome cuenta de que si hacía esto
por lo menos 100 personas o más caerían al agua decidí, desde un punto de vista
humanitario, dejarlos subir a todos a bordo”. Dickson ofrece en su relato una
clara fotografía de lo que ocurría en el buque, pues señala que el número de
refugiados embarcados hacía casi imposible que nadie pudiese moverse en la
cubierta, ya que las escotillas de las bodegas se habían abierto para
introducir el cargamento y los refugiados sólo podían estar a su alrededor en
cubierta. “Era casi imposible dar una descripción adecuada de la escena que mi
buque presentaba, y la semejanza más cercana que puedo dar es decir que parecía
unos de esos vapores vacacionales del río Támesis en un día festivo, sólo que
muchas veces peor”. Cinco minutos después de zarpar el 'Stanbrook', una bomba
lanzada por un avión estallaba justo en el lugar donde había estado atracado
este buque.
Aquellas primeras horas fueron una pesadilla. El 'Stanbrook' se
sirvió de la oscuridad de la noche para maniobrar con inteligencia y evitar los
buques franquistas. “Llovió esa noche –recuerda Helia–. Mamá compartió con una
familia malagueña, un matrimonio y un niño de mi edad una tortilla de un huevo
y dos patatas con un poco de grasa”. Dickson, que hasta abrió su camarote a los
más necesitados, escribía: “Pude suministrar a los refugiados más débiles un
poco de café y un poco de comida. La gran mayoría tenía pan suficiente para que
les alcanzase hasta Orán; la noche era clara pero fría, y pienso que el
sufrimiento de estas personas de pie en la cubierta toda la noche debió de ser
muy malo”.
Lo asombroso de esa carta de Dickson es que en ningún momento
pareció inquietarle su destino o el de su tripulación si eran apresados por un
barco franquista. Le costaba horrores, además, al capitán mantener la quilla
equilibrada debido al gran número de personas a bordo y al peso. Los hombres se
acodaban en la barandilla del barco mirando hacia todos los lados. Algunos
dijeron que si les asaltaba un buque estaban dispuestos a pelear (algunos aún
llevaban armas). Tuvieron suerte y no fue necesario. Y a pesar de las
dificultades, el 'Stanbrook' alcanzó Orán, 20 horas después.
Argelia no les dejó bajar en un primer momento. Tuvo que ir a
tierra el capitán y negociar un primer acuerdo para que, al menos, las mujeres
y los niños pudieran desembarcar. Tras seis días, los hombres seguían a bordo
del 'Stanbrook'. Eran unos 1.500 y según Dickson su apariencia era
“patética, especialmente porque no han tenido oportunidad de lavarse ni de
afeitarse. Algunos de ellos se han despojado de sus ropas”. Finalmente, bajaron
todos.
A partir de ahí se iniciaba otra historia, otra vida. Un exilio que, como apunta Victoria Fernández, autora del libro 'El exilio de
los marinos republicanos', está poco estudiado. “Hasta hace unos años era
desconocido”, añade. Vale la pena ver el documental 'Desde el silencio, exilio
republicano en el Norte de África', de Sonia Subirats y Aida Albert,
para entenderlo. Porque lejos de la imagen casi idílica que ofrecía el exilio a
México o del muy documentado exilio a Francia, se descubre, a través de
testimonios, fotografías y archivos sacados ahora a la luz, que el del Norte de
África fue un exilio de una extrema dureza.
Victoria Fernández recuerda que desde el 5 de marzo de 1939
miles de republicanos salieron desde España hacia África de una manera
improvisada “y precaria”. Las cifras oscilan entre las 10.000 y las 12.000
personas. “Desde Almería, Alicante o Cartagena fueron llegando a las costas de
Argelia en guardacostas, barcos, veleros o pequeñas embarcaciones de toda
clase”, apunta.
Tras las dificultades para que les dieran permiso para
desembarcar, los refugiados del 'Stanbrook', como los de otros barcos, fueron
acogidos con mucho recelo en Argelia, también en Túnez. “Nos trasladaron a un
lugar para ducharnos y desinfectarnos; no fue un buen recuerdo, era un lugar
oscuro, húmedo y frío, y unos hombres negros nos vigilaban incluso a las
jóvenes desnudas”. Helia sigue relatando aquellos momentos con la mirada de una
niña. Victoria Fernández señala que tras la acogida en el Norte de África, los
exiliados iban destinados a campos de concentración, como en Francia. Fue,
además, una experiencia de larga duración, porque incluso tras el desembarco de
los aliados en la Segunda Guerra Mundial “los españoles no fueron liberados de
los campos de trabajo, donde eran tratados como mano de obra gratuita para
construir el Transahariano hasta casi el final de la contienda; a nadie le
interesaba, ni a los franceses y a los aliados, dejar libres a aquellos
indeseables españoles”.
El documental de Subirats y Albert ha reunido numerosas imágenes
de aquel cautiverio al aire libre, a temperaturas insoportables, en condiciones
de vida infrahumanas y bajo la presión de unos guardianes feroces con los
españoles. Muchos vivieron años en tiendas de campaña de tela, comiendo lo que
podían, trabajando sin descanso. Hubo algunos que intentaron fugarse y lo
pagaron con su vida. Un infierno.
Roberto Gil es hijo de uno de los tantos matrimonios que se exiliaron
al Norte de África y confirma que su recuerdo más intenso de ese tiempo “era la
esperanza que mantenían mis padres de regresar a una España libre y
republicana”. Corrobora que los primeros años para sus padres fueron terribles:
“Mi padre describía los campos de concentración, las evasiones y las
detenciones; y también los tres años que vivieron mi madre y mi abuela y mis
tíos en la prisión civil de Orán, donde fueron humillados”. Con los años, estos
exiliados lograron encontrar un sentido a su existencia. Salieron de los
campos, se integraron, encontraron oficios, se organizaron, funcionó la
solidaridad del exilio, el activismo político fue intenso y, lo más importante,
su vida comenzó a ser digna, porque, y principalmente, vivieron en una libertad
que no podían encontrar en España. Una España a la que, además, no podían
volver.
La familia de Helia González se ganaba la vida “fabricando jabón
y vendiéndolo a escondidas, fabricando clavos, trabajando en las cocinas de los
americanos hasta que finalmente instalamos una tienda de alpargatas, conocíamos
el oficio porque muchos refugiados llegaban de Elx o Crevillent”. Victoria
Fernández narra: “Se tuvieron que adaptar a trabajar donde pudieron, y cuando
Túnez (1956) y Argelia (1962) se independizaron, la mayoría marcharon a
Francia”. Y añade que, una vez fuera de los campos de concentración, “se
diluyeron en la masa de españoles que ya vivían allí a raíz de otras
migraciones”. Roberto Gil recuerda que su padre lo mandó a España en 1969 “para
hacer de emisario”. “El retorno final de mi padre se produciría en 1977, tras
un exilio de 38 años”, añade.
Recordar la aventura del 'Stanbrook' es también un buen
ejercicio para comprender que la historia no ha hecho justicia con aquellos
exiliados. Rafa Torres comenta que el mero hecho del exilio, de la expulsión
masiva, “constituye una injusticia radical, para las víctimas directas,
despojadas de su lugar en el mundo, y para la propia nación a la que se le
amputan esos miembros”. Pero este escritor e investigador destaca la
peculiaridad del exilio en el Norte de África: “Si los republicanos fugitivos
tras la caída de Catalunya fueron maltratados en los campos de concentración de
Francia, qué decir de los que arribaron a sus colonias del Norte de África”.
Helia González, protagonista de aquel viaje del 'Stanbrook', no
guarda rencor. Pero reconoce la labor de muchas personas por recuperar la
memoria de los exiliados y también agradece, pasadas ya muchas décadas, que a
pesar de todo Argelia la acogiera, a ella y a su familia, y a todos los
españoles que escaparon; que les dejara vivir alejados de un país que ya estaba
sometido a la dictadura y que pudieran, al fin, tener una oportunidad. Y dice
que muchas veces piensa en aquel capitán de porte alto llamado Archibald
Dickson, que la levantó en brazos y la puso sobre cubierta cuando la metralla
enemiga pisaba sus talones: “Fue capaz de salvarnos contra todo viento político
y marea de la infamia de nuestro país”, concluye.
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