jueves, 26 de marzo de 2015

DE LA PUERTA DE LA SERRETA A LAS PUERTAS DE SAN JOSÉ, 4

ITINERARIO MEMORIALISTA POR CARTAGENA

 

4ª etapa: Calle de la Caridad: Paseo Odessa


La plaza de la Serreta no es ya sombra de lo que era. Desapareció el quiosco de prensa, aunque continúa la farmacia, y han dejado de celebrarse en ella muchos actos oficiales, con excepción de la ofrenda de la onza de oro y la ofrenda floral a la Virgen de la Caridad en el Viernes de Dolores, cuando multitud de habitantes de la ciudad se acercan al templo de la patrona, una basílica de estilo neoclásico que alberga la imagen de la patrona, una Piedad, imagen napolitana del siglo XVIII, varias esculturas de Francisco Salzillo y varios lienzos de Wssell de Guimbarda, del siglo XIX.

Algunos turistas que acuden a la ciudad durante las conmemoraciones de Semana Santa, al contemplar el desfile de la procesión del lunes santo cerca de la iglesia de La Caridad, se preguntan por qué los portapasos de la Piedad, al situar el trono frente a la puerta de la basílica, depositan un ramo de rosas negras a los pies de la imagen de la patrona de la ciudad. Tiene esta tradición su origen en los hechos del 25 de julio de 1936, cuando una multitud exaltada por los efectos de los bombardeos fascistas asaltó muchos edificios religiosos, prendiendo fuego a las imágenes, como ocurrió en los templos de Santa María de Gracia y de Santo Domingo. En lo que respecta a La Caridad, acaeció todo de diferente manera, gracias, sobre todo, a la intervención de algunos notables personajes de izquierdas, como Rodríguez Norte, Miguel Céspedes o José López Gallego, y a la presencia de varias prostitutas del Molinete (el barrio de los prostíbulos) dirigidas por Caridad la Negra, aunque en la memoria colectiva ha quedado grabada la acción de las prostitutas, mientras que se olvida la decisiva intervención de los miembros del Frente Popular.

Según la tradición, las putas del Molinete, haciendo gala de una gran valentía, impidieron la quema de la iglesia, capitaneadas por Caridad Norberta Pacheco Sánchez, la más afamada madame de Cartagena, cuyo establecimiento, casa de dos pisos de altura, no se encontraba en el seno del barrio de los prostíbulos, sino en la calle Balcones Azules; allí acudía, en busca de los servicios sexuales, la flor y nata de la burguesía cartagenera que no se mezclaba con el vulgo.


De esta mujer, que había sido musa del pintor Wssell de Guimbarda, el cual se inspiró en ella para el rostro de la Magdalena en una de las pinturas que se encuentran en la iglesia de la Caridad, y de la que se decía que era amante de José Maestre Pérez (que en dos ocasiones había sido ministro conservador con Alfonso XIII), se dice que, en 1947, puso un ramo de rosas negras a los pies de la patrona como desagravio por las ofensas recibidas, viniendo de allí la costumbre de los portapasos de La Piedad de llevar a cabo este acto cada lunes santo.

Pero, por romántica que resulte la historia, y recurrente para uso de los guías turísticos, no podemos achacar la salvación de la iglesia de la quema a la actitud de las prostitutas, que si bien fue un hecho añadido, no constituyó el principal motivo de que el edificio religioso escapase a la profanación.
Unos meses después de publicado mi libro “El hijo del herrero”, se puso en contacto conmigo Mariano López Bernal, al que la lectura del capítulo referente a la quema de imágenes de las iglesias de Cartagena le había traído a la memoria lo que sobre este episodio había oído de labios de su padre, José López Gallego, fundador de Izquierda Republicana en Cartagena y concejal del Ayuntamiento desde agosto de 1936 hasta que marchó al exilio al finalizar la guerra.
Se encontraba veraneando en la playa de Los Nietos ese 25 de julio, cuando se presentó en un automóvil Rafael Sánchez Martínez y otras tres personas, advirtiéndole de los asaltos a las iglesias que estaban ocurriendo en Cartagena y los preparativos para dirigirse a la de la Caridad.  Se puso López Gallego en contacto con Bouza, jefe de la Base Naval, para pedirle protección de marinos y, junto con una escuadra de guardias de asalto,se distribuyeron entre la aglomeración de gente que se agolpaba frente a la puerta de la iglesia.
De espaldas a la puerta, junto a José Rodríguez Norte y Miguel Céspedes Pérez, encararon a la multitud, increpando a los cabecillas. “Si tenéis huevos, subid estos escalones – dijo López Gallego – pero con la pistola en la mano”.

Las prostitutas, junto a ellos, blandían tijeras amenazando a los exaltados, y la marinería y los guardias de asalto fueron disgregando a la multitud, que, sin dejar de proferir amenazas, se fue alejando de la iglesia.

Era lógico el empeño en defender la iglesia, no sólo por tratarse de un edificio religioso, sino por su proximidad al Hospital de la Caridad, contiguo a la basílica, que habría resultado afectado por el posible incendio con que amenazaban.
Se trataba del tercer Hospital de Caridad, que desde 1710 hasta 1938 estuvo ubicado en la calle de la Caridad, prolongación de la calle de la Serreta.

El Hospital de Caridad ha estado por siempre ligado a la historia de Cartagena, desde 1693, en que Francisco García Roldán, soldado de galeras, ayudado por los también soldados Francisco Martínez, Alonso Cervera, Francisco Bravo de Rosas y Antonio Rosique, se dedicaron a socorrer a los enfermos pobres de la ciudad. Todo comenzó cuando emprendieron la tarea de enterrar a los pobres  y a los forzados a galeras, cuyos cadáveres eran arrojados en las proximidades de la ermita de La Guía, ampliando su tarea al cuidado de enfermos indigentes más adelante. El primer hospital podemos considerar que nació en 1697, a partir de los dos primeros enfermos sin recursos que Roldán recogió y llevó a su casa, en el barrio de San Roque. Los soldados atendían a los enfermos, bien en la casa de Roldán, bien en sus propios domicilios, y se dedicaban a salir a diario pidiendo ayuda con una capacha para el cuidado y manutención de los enfermos.

Monumento a Francisco Roldán,
en los jardines del actual Hospital de Caridad
El segundo hospital nace en 1701, cuando, al resultar insuficiente la casa de Roldán para acoger al número creciente de enfermos,  Juan Bautista Montanaro cede a la obra de Roldán dos casas de su propiedad, que pronto resultan insuficientes y se trasladan a una casa donada en el barrio de la Serreta, frente a lo que actualmente es la iglesia.

El tercer hospital se comenzó a construir en 1710, en unos solares frente al anterior, que fueron donados por Agustín Romero. Éste fue el hospital que se mantuvo hasta 1938, y cuya capilla se edificó en el 1720, y tres años más tarde se trajo desde Nápoles la imagen de una Piedad, que pronto consiguió una gran devoción por parte de la población cartagenera, que recurría a ella en las épocas de grandes sequías o durante las epidemias de cólera.


El Hospital de Caridad, u Hospital de "Los Pinos"
Nace el cuarto hospital por necesidad de aumentar el espacio, siendo aprobado en 1923 el proyecto de construir un nuevo hospital, con capacidad para 125 camas, en terrenos de la barriada de Los Barreros, y comenzando las obras en 1929, realizándose el gradual traslado de enfermos a las nuevas instalaciones durante la guerra civil. Nuevo edificio situado en el interior de un recinto de 66.000 metros cuadrados, que perdura hasta hoy, el conocido como Hospital de los Pinos, tiene una capacidad de 140 camas y se encuentra ubicado en un paraje de lujo.

Ese 25 de agosto de 1936 no se había comenzado todavía a trasladar a los enfermos al nuevo hospital, y el edificio contiguo a la basílica continuó funcionando hasta 1938. Más adelante se convirtió en ambulatorio, para pasar posteriormente a albergar el centro de salud Cartagena Casco hasta que, recientemente, fue trasladado a un nuevo edificio en la Cuesta del Maestro Francés.

Por la calle de la Serreta y la calle de la Caridad paseaban, en la posguerra, los suboficiales, cabos y soldados y marineros sin graduación, que tenían prohibido hacerlo por la calle Mayor, lugar de ocio exclusivo para los jefes y oficiales y miembros de la burguesía. Los trabajadores, los soldados, las sirvientas, los oficinistas… no podían osar sentarse a tomar un café o un helado en la que se había convertido en el exclusivo lugar de las citas y el alterne de la clase dominante; por eso a la Serreta y la Caridad se les pasó pronto a llamar “Paseo Odessa” o “Paseo de los rojos” aunque quienes más lo usaran fueran los soldados del ejército victorioso, que también tenían vetado el acceso a preferencia cuando acudían al cine. Parecía que la guerra hubiese sido ganada sólo por los jefes y oficiales. De este modo, los marineros y soldados, pasaron a formar parte de los vencidos aunque hubieran formado parte del ejército vencedor.  

Con el paso de los años, la dictadura se fue suavizando de manera aparente, y con el aborregamiento de la sociedad española que, habituada a la represión del día a día caminaba, mayoritariamente indiferente a la situación de opresión que padecía, se fue recuperando en parte el uso de ciertos espacios de la ciudad por la generalidad del pueblo cartagenero, y se mezclaban en el deambular por sus calles personas de diferentes ambientes sociales, dejando de ser el paso por la calle Mayor privativo para unos pocos.
Años después, y con la llegada de las primeras elecciones democráticas municipales, empezamos a tener la impresión de que algo parecía estar cambiando.
Uno de los síntomas, el tímido conato del ayuntamiento del PSOE de cambiar algunos nombres de calles y plazas (Castillo de Olite pasó a ser Tierno Galván, y la plaza de José Antonio recuperó su antiguo nombre de plaza del Lago) y eliminar algunos símbolos de la dictadura, como la cruz de los caídos que se encontraba en la plaza de España o la placa dedicada a José Antonio que figuraba en la fachada de la iglesia de La Caridad. 
Desafortunadamente, no pasó todo de un tímido intento: Los bustos de asesinos como López Pinto o Bastarreche, o el símbolo falangista del yugo y las flechas de La Aljorra continúan en nuestras plazas, y los nombres de fascistas siguen titulando algunas de nuestras calles, mientras la corporación municipal desoye los llamados de los grupos de la oposición y de la Asociación de la Memoria Histórica de Cartagena, exigiendo el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica.
¡FUERA SÍMBOLOS Y NOMBRES FASCISTAS DE LAS CALLES DE CARTAGENA!  

lunes, 9 de marzo de 2015

DE LA PUERTA DE LA SERRETA A LAS PUERTAS DE SAN JOSÉ, 3


ITINERARIO MEMORIALISTA POR CARTAGENA

 

3ª etapa: Calle y plaza de la Serreta


Dejando atrás el Parque de Artillería, para dirigirse al puerto hay que hacerlo recorriendo las calles de La Serreta y de Gisbert.
Era la calle de la Serreta un pequeño valle durante el siglo XVII, valle que se extendía entre la ladera oriental del Molinete y la occidental del Monte Sacro, conocido como Paraje de la Serreta, en el que se fueron construyendo humildes casas para familias de clase baja, que constituyeron el denominado Arrabal de la Serreta, que pervivió hasta que se ordenó quemar aquéllas que quedaron deshabitadas a consecuencia de la epidemia de peste bubónica del 1648.

En nuestro camino en busca del mar, nos encontramos, a la izquierda, en el número 18, esquina a calle de La Macarena, con el solar que en su día ocupó la Librería Espartaco, referente cultural de la izquierda durante la importante etapa de la Transición, librería fundada por la HOAC, con la pretensión de que fuera un centro de cultura y de encuentro de los trabajadores y trabajadoras y de las personas antifranquistas, que fue regentada en los primeros tiempos por Merche Cerverón Civera y posteriormente por Mariano González Mangada.

La librería Espartaco en su primera época, antes de que fuera preciso colocar las rejas

La librería Espartaco fue durante muchos años una institución para la izquierda cartagenera, lugar donde, no sólo se hallaban libros que en los setenta no se podían encontrar en otro sitio, sino que supuso un punto de referencia, un lugar de encuentro para los distintos sectores progresistas del momento.

En ese local pintado en blanco y azul con sillas de anea y un cartel que te invitaba a entrar aunque no fueras a comprar nada, porque – decía – había sillas para sentarse y leer, se potenciaban los actos culturales y se fomentaba el contacto entre diferentes grupos.
Blanco perfecto para los atentados de los ultras, la librería sufrió, por activa y por pasiva, todo tipo de ataques por parte del fascismo: rotura de cristales, pintadas… y hasta llegaron a tirarles cócteles molotov desde la estrecha calle de La Macarena, e incluso recibir, desde el cercano Parque de Artillería, el disparo de un cetme, hecho del que durante años quedó como testigo el impacto de la bala en una de las paredes…
Merche Cerverón regentó la librería Espartaco en los primeros tiempos
En la librería se encontraba a la gente joven de grupos alternativos por la mañana, trabajadores de la Bazán a primera hora de la tarde o docentes entre las cinco y media y las siete... Espartaco montaba actividades culturales y propiciaba el encuentro entre diferentes grupos, pasaba gente joven y vieja, trabajadores y trabajadoras, amas de casa, y estudiantes...
Los componentes de grupillos clandestinos iban a que se les facilitase el material para repografía, y acudían tanto de día como de noche, y se trataba a todo el mundo por igual.
USO, ORT, PCI, o PCE eran atendidos del mismo modo, e incluso se gestaron asociaciones culturales, como el caso de ABRAXAS.
En Espartaco se celebraban tertulias literarias y se difundía, en toscas copias a multicopista, revistas y libros de poesía, documentos de divulgación, panfletos diversos...


Mariano González, regentó Espartaco hasta el día de su fallecimiento

Allí se citaba gente de diferentes grupos, se dejaban y recogían carteles y octavillas o se pasaban recados de unas personas para otras. Se colocaban los anuncios del Cine-club y pasaban los escribidores y escribidoras de turno a mecanografiar, en la máquina de la trastienda, algún manuscrito para presentar a un certamen, o pasaba algún que otro colgado para echarse la parrafada o, simplemente, para pasar un rato en silencio y marcharse después.
El paso por la librería era obligado para cualquier demócrata, y Espartaco ocupa un lugar muy importante en la memoria de cualquier persona luchadora de la época.
Hoy, derrumbado el edificio en cuyo bajo se albergó, al pasar ante el solar que ocupó en su día, es imposible reprimir el movimiento de giro de la cabeza hacia ese hueco buscando inconscientemente los escaparates y la puerta de color azul, que guardaban tras de si los libros de editoriales sudamericanas o de Ruedo Ibérico, los folletos de los GOES o la revista de poesía "Esparto", los cuadernillos encuadernados a mano con las "Coplas del cupón" o los "Cien nuevos trabajos imaginarios para solucionar la crisis"... pero en su lugar sólo queda un pequeño rectángulo cercado en tela metálica cubierto de cascotes y fragmentos de ladrillo.  


Plaza de la Serreta
Dejando atrás este testimonio de la memoria de la Transición, nos encontramos, también a la izquierda, una plazoleta que, antiguamente, se llamó Plaza de los Carreteros y en 1921, tras una etapa en que fue denominada plaza de La Fuente de la Serreta, cambió su nombre a General Cabanellas, en honor de Miguel Cabanellas Ferrer (1872 – 1938), militar cartagenero que se labró una brillante carrera militar en Marruecos.
El General Cabanellas, tras su aventura africana, fue nombrado gobernador de Menorca, cargo del que fue depuesto en 1926 y pasado a la reserva, por oponerse al dictador Primo de Rivera. A partir de entonces participó en una trama conspirativa contra la dictadura y a favor del régimen republicano, y en 1931, con la llegada de la II República, fue nombrado Capitán General de Andalucía, y después, comandante en jefe del ejército de Marruecos.
Republicano, masón y liberal, fue diputado en las cortes del gobierno derechista del II bienio, por el Partido Republicano Radical, de Alejandro Lerroux, siendo designado Presidente de la Comisión de Guerra, pero renunció a este puesto al ser nombrado como Inspector General de Carabineros, cargo a cuyo nombramiento contribuyó su afiliación a la masonería y su fervor republicano.

Miguel Cabanellas
Posteriormente pasó al cargo de Inspector General de la Guardia Civil, recibiendo más adelante, del gobierno de Portela  Valladares, el mando de la 5ª división orgánica, con sede en Zaragoza, poco antes de las elecciones de febrero de 1936.
Y a partir de aquí, sorprendentemente,  algo lleva a este militar, desde esta posición supuestamente inferior a su anterior cargo, a evolucionar por derroteros tan diferentes a los que siempre le habían encaminado, haciéndole jugar un papel determinante en la sublevación del 18 de julio. Cabanellas  consideraba que la República había derivado hacia una anarquía que llevaría a la destrucción del país, y apoyó el golpe porque quería una república más acorde con sus ideas, pero en la suposición que tras éste no habría una dictadura militar.  De hecho, las tropas salieron a la calle entonando gritos de apoyo a la República, lo que originó que pronto gozase de una posición incómoda entre los demás generales golpistas.
Tras el despliegue estratégico de tropas que llevó a cabo en Zaragoza al comenzar la sublevación, mandó detener a 360 cargos del Frente Popular, entre los que se incluía el Gobernador Civil, y en el bando que emitió declarando el estado de guerra, manifestó y ratificó sus ideas republicanas.
Como general más antiguo de los rebeldes, el General Mola, como máximo responsable de los ejércitos sublevados en el Norte, le nombró Presidente de la Junta de Defensa Nacional, presidencia que se podía considerar honorífica, al no tener mando de tropas, y que permitía a Mola tenerlo controlado ante el temor de sus inclinaciones republicanas, y la desconfianza que despertaba por su pertenencia a la Masonería.


Miguel Cabanellas junto a Francisco Franco
Miguel Cabanellas, que había tenido a Franco bajo sus órdenes en las campañas africanas, lo valoraba como soldado, pero no le gustaba como político. Por eso se opuso a su nombramiento como jefe del Estado en el bando sublevado, en el conocimiento de que, tan pronto accediera al mando, lo ejercería de manera dictatorial, tal y como sucedió.
De manera profética, cuando fue aprobada la designación, con la única oposición de Cabanellas,  expresó: "Ustedes no saben lo que han hecho  porque no le conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en el ejército de África, como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando... Si ustedes le dan España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie lo sustituya en la guerra o después de ella, hasta su muerte".
Una vez que tuvo el control del Ejército a partir del 1 de octubre, el General Franco no quiso dejar olvidada la afrenta, y lo apartó de todo poder real, nombrándolo Inspector General del Ejército.
Durante sus últimos meses de vida se dedicó a recorrer los frentes de batalla para comprobar las evoluciones y las necesidades de las tropas, y pocas horas después de su muerte, los papeles que guardaba en su despacho de Burgos en una caja de seguridad, fueron sustraídos y hechos desaparecer (según su familia, por orden de Serrano Súñer)
El odio del dictador hacia Cabanellas  se extendió hasta después de su muerte, hasta el extremo de ordenar a las autoridades locales de Cartagena cambiar el nombre a la plaza, que volvió a ser denominada como Plaza de la Serreta.
El antaño republicano, cuyo desfile funerario fue presidido por Queipo de Llano y transcurrió entre dos filas de falangistas con el brazo en alto, fue imputado de manera póstuma por crímenes contra la humanidad y detención ilegal por la Audiencia Nacional en 2008, en el sumario instruido por el juez Baltasar Garzón, aunque se declaró extinguida su responsabilidad criminal ante la constancia fehaciente de su fallecimiento, setenta años antes.

Hoy pasamos por la plaza de la Serreta ignorando que un día ostentó el nombre de alguien de tan contradictoria trayectoria, que pasó, de opositor a la dictadura de Primo de Rivera y defensor de las libertades, a conspirador y traidor golpista cuya intervención fue enormemente decisiva para el triunfo de la sublevación contra el legítimo gobierno de la II República.