Acababa de terminar Primero de Bachiller. Todo un verano de descanso, de playa, de juegos, se encontraba esperándome ese día de junio, una vez recogidas las notas de ese curso.
Pero mi padre no estaba dispuesto a permitirme tantas horas de ocio. Se empeñó en que durante ese verano comenzara a dar clases de francés con Don Fernando, para que el curso siguiente no me costara demasiado trabajo la nueva asignatura.
Don Fernando era el suegro de mi tía Angelita y vivía muy cerca de casa.
Las clases las dábamos en una habitación con ventana al jardín, donde siempre se encontraba el pobre hombre, porque era en la que daba más el sol; había continuamente un hornillo eléctrico en la esquina con una olla de agua hirviendo con hojas de eucalipto, pues Don Fernando estaba muy enfermo, tanto que con el calor que hacía llevaba siempre puesta la boina y tenía una eterna manta a cuadros rojos y negros, sobre las rodillas. Era muy buena persona; nunca se enfadaba, tenía mucha paciencia conmigo cuando me equivocaba, me repetía una y otra vez las frases hasta que lograba aprender a decirlas con la entonación adecuada, y nunca me ponía tareas para hacer en casa, como los profesores al uso.
- No, no hay que arrastrar así las erres, eso es barriobajero, un francés bien educado, nunca habla así. Doucement! Doucement! – me decía cuando intentaba tomar carrerilla. Y se limpiaba con el pañuelo de cuadros la gota que le colgaba de la punta de la nariz – Trés bien!
¿Cómo sabía este hombre tanto francés? ¿Por qué estaba tan viejo, en comparación con su mujer? ¿Qué le pasaba que estaba tan enfermo? ¿A qué se dedicaba?
Un día, mi prima Ángeles me enseñó un plato y una cuchara de esparto.
- Los hizo mi abuelo.
- ¿Para qué? ¿Para qué los hizo? Si con eso no se puede comer…
- Fue cuando estuvo en el campo de concentración.
- ¿En el campo de concentración? ¿Tu abuelo estuvo en un campo de concentración? ¿Es que luchó en la Segunda Guerra Mundial?
- No. Son de cuando estuvo en Francia. Mi abuelo se escapó a Francia, y allí, a todos los españoles que llegaban, los encerraban en campos de concentración.
- ¿Y por qué se escapó?
- No sé. Cosas de esas de la guerra. Dice mi padre que allí, en el campo, no tenían nada, ni siquiera cubiertos. Por eso mi abuelo se hizo esta cuchara y este plato para poder echarse la comida.
Don Fernando regresó enfermo a España tras un exilio que cerró sus labios totalmente; se trajo consigo la cuchara y el plato de esparto que él mismo se fabricó allá en Francia, también vino acompañado de una bronquitis crónica, una debilidad extrema y una amargura infinita, pero nunca hizo comentarios sobre lo que había vivido ni volvió jamás a hablar de política hasta que murió.
Había sido un miembro relevante del Partido Socialista, y alcalde de Cartagena durante el último año de la guerra.
Mi tío contaba de él muchas anécdotas, que repetía, añorante y orgulloso, ante los oídos atentos de sus hijos y sobrinos, que lo escuchaban embelesados, como quien asiste al relato de un cuento; anécdotas que siempre decían mucho sobre su bondad, su cultura, su ecuanimidad… pero nada de ello parecía haberle servido de mucho, pues al final de la contienda tuvo que escapar para evitar ser encarcelado, y quién sabe si algo más.
Las anécdotas oídas acerca de Don Fernando, al igual que las que hacían referencia a muchas otras personas con pasado republicano eran totalmente opuestas a los relatos que, en el colegio, las buenas monjitas hacían sobre los rojos, y que ayudaba a formarme la idea de que los perdedores de la guerra civil habían sido unos seres deshumanizados, sin sentimientos… y sin embargo, todas las personas a quienes conocí, con pasado rojo, eran para mí una gente encantadora… Todas esas historias, la de Don Fernando, la de mi vecino Juan, y tantas otras, fueron quedando registradas en mi memoria de manera casi inconsciente. Más adelante, en la época de las grandes contradicciones, las fui recuperando, e hicieron que éstas se agudizaran considerablemente.
Hoy, continúo recordando la figura de todos sus protagonistas, y entre ellas, la de este antiguo alcalde socialista, que murió como un pajarico, encontrándolo su mujer con el cuello doblado, sentado en su sillón y arropado en la manta, como si estuviera durmiendo, y recuerdo las historias que contaban sobre él y sobre todos los demás represaliados que conocí durante el corto período de mi infancia. Pienso que el conocer a estos personajes contribuyó a despertar mi interés por conocer la verdad de los hechos. Conforme pasó el tiempo me fui aficionando a la lectura de novelas históricas, pero ninguna de ellas despertó en mí jamás la atracción que me merecieron todas aquellas historias sobre estos personajes reales que en aquella época me aficioné a escuchar.
Prima ,gracias por publicar esto, gracias en nombre de mi padre , que era tan bueno como mi abuelo y gracias en nombre de todos los que callaron para siempre. Un beso.
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