Año 1932: El 6 de febrero se decretó la retirada de los crucifijos de las escuelas, medida que durante el franquismo se mostraba en los libros de texto escolares como una muestra del carácter maléfico de ese régimen republicano, cuyo principal objetivo había sido la amputación del sentido religioso del corazón de los españoles.
Durante años nos mostraron a los adoctrinados alumnos y alumnas a quienes nos tocó cursar nuestros estudios durante la época de la dictadura, las bondades del nuevo régimen que, gracias al invicto caudillo, había devuelto a la imperial España el lugar que le pertenecía en el mundo, como defensora de los eternos valores espirituales de nuestra tradición católica, gracias a los logros de la gran cruzada contra un estado ateo que tanto mal había hecho a Dios y a la Iglesia.
Cuando, en el transcurso de los años, hemos podido ir descubriendo, aun con dificultades, la verdad de la historia que durante tanto tiempo se nos ha venido ocultando, no podemos dejar de defender la justicia de esa medida que no tenía más remedio que ser adoptada por el gobierno de un estado cuya constitución establecía no tener religión oficial (Artículo 3º, disposiciones generales, Título Preliminar).
Hoy criticamos a los países islámicos, arguyendo que un estado democrático debe defender la libertad de cultos, mientras el nuestro mantiene a una de las religiones, la católica, en un régimen especial de privilegios jurídicos y fiscales, pues a pesar de que la Constitución Española de 1978 establece que ninguna religión tendrá carácter estatal (Artículo 16.3, capítulo 2º, Derechos y Libertades) los acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede, de 1979, continúan otorgándole a esta confesión la preeminencia frente a otros cultos, en base a una pretendida mayoría de seguidores de una religión que, en realidad, no practican sus ritos más que en cuatro ocasiones (me refiero al bautismo, primera comunión, matrimonio y funeral) a lo largo de su existencia, pues no hace falta ni siquiera recurrir a las estadísticas, sino que basta con una ligera ojeada al interior de los templos durante las celebraciones religiosas cotidianas, para darnos cuenta de la creciente velocidad en que los etiquetados como creyentes van abandonando cada vez más masivamente las prácticas religiosas.
La II República Española cometió, al parecer, el error de no hacer alarde de hipocresía cuando llevó a la práctica los distintos artículos de la constitución de 1931 que hacían referencia a la libertad de cultos.
El artículo 25º establecía que no podrían ser fundamento de privilegio jurídico, no sólo la naturaleza, filiación, sexo, clase social, riqueza e ideas políticas, sino también LAS CREENCIAS RELIGIOSAS., y llegó más allá estableciendo en el artículo 27º la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión.
Esa libertad para practicar, por parte de cualquiera, fuera cual fuera su credo, no podía ser compartida con la manifestación pública del culto católico (procesiones, desfiles de entierros religiosos...), frente a los otros, con la ostentación de un símbolo de una de las religiones en una escuela que debía ser pública, es decir, para hijos e hijas, tanto de familias no creyentes, como de las que pertenecían a cualquiera de las religiones (me refiero al crucifijo, en particular), con la distinción entre cementerios católicos, protestantes y laicos, o con tratados especiales de relación con la Santa Sede...
Considero pues, que a pesar de la oposición que despertó en determinados sectores de la población, la prohibición, en su día, de los crucifijos en las aulas, no fue ésta más que una medida de defensa de la libertad religiosa, pero no de la libertad de una religión en particular, sino de la libertad de todos, católicos o no católicos, a ejercer o no el credo que profesaran, que se derivaba de la constitución promulgada y sancionada por el pueblo español, la constitución de 1931, carta magna a la que había de someterse y en la que debía inspirarse la promulgación de todas y cada una de las leyes de ese estado legítimo emanado de la voluntad popular en 1931, y violentado por el golpe de estado que truncó, en 1936, la totalidad de las aspiraciones y esperanzas del pueblo español.
CAPITULO PRIMERO
Garantías individuales y políticas.
Artículo 25.
- No podrán ser fundamentos de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas.
- Artículo 27.
- La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública.
- Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos.
- Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno.
- Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas.
- La condición religiosa no constituirá circunstancia modificativa de la personalidad civil ni política salvo lo dispuesto en esta Constitución para el nombramiento de Presidente de la República y para ser Presidente del Consejo de Ministros.
La Religión católica es una cosa (respetable, como todas las opciones espirituales) y otra muy distinta la jerarquía eclesíastica, a la que la democracia tiene que cortar en seco su intervencionismo genético, en los asuntos del estado y del gobierno, y cercenar de una vez por todas, el grifo inacabable de las subvenciones con dinero público. La Iglesia católica, por puro sentido común, deben de mantenerla los católicos. "Mi reino es de este mundo" -dicen que díjo Jesucristo- pues eso: para ser católico no se precisa todo ese mastodóntico aparataje material y financiero que es la Iglesia Católica. Y ya que se habla ahora de la renuncia del Papa, recordaremos que el costo multimillonario (en euros) de las tres visitas que hizo el Papa a España, siguen pesando sobre los presupuestos del estado, que tenemos que soportar todos los españoles, creyentes o no.
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