martes, 1 de febrero de 2011

EL CAMINO DE LA INVESTIGACIÓN IV


Encontrar un familiar de Camilo Campillo resultó relativamente fácil, si lo comparamos con el caso de Pedro Cerezuela.
Mi tío Antonio me comentó que, cuando fue condenado a muerte, su padre se presentó en casa de mis abuelos y estuvo llorando.
El día del juicio comparecieron Camilo y Pedro, pero mi abuelo, cuya muerte seguían negando las autoridades, aun después de encontrado el cadáver, fue declarado en rebeldía.
Florencio Cerezuela, creyendo que mi abuelo se había fugado del penal, fue a preguntarle a mi abuela qué había hecho para conseguir la fuga de su marido, si había hablado con alguien influyente, si habían sobornado a algún guardián… quería saber lo que había hecho la familia para conseguir que escapara, e intentar él lo mismo. Cuando le dijeron la verdad de lo ocurrido, que Enrique Martínez no se había fugado, que había sido asesinado y aparecido su cadáver tres días después, se derrumbó por completo. Perdió toda esperanza.
Me dijo mi tío que era de Los Dolores, por lo que pregunté a un amigo, Pedro Escudero, que era de dicho barrio y conocía muy bien a muchísimos de los habitantes, por si podía darme alguna pista.
-         Era de la familia de los Candelarios – me dijo – y creo que un hermano suyo vivía por la Calle Nueva.
Efectivamente, su hermano, fallecido hacía  unos doce años, había vivido en esa calle, y allí continuó su viuda hasta la muerte de su único hijo. Después, según me dijeron las vecinas, marchó a casa de su nuera, y posteriormente a un pueblo de Valencia, a vivir con la nieta, que era dentista. Nadie sabía más de ella, aunque me encaminaron hacia una residencia de la Tercera Edad, donde había una cuñada suya. Desgraciadamente, no me sirvió de mucho, pues la anciana se encontraba muy deteriorada psíquicamente, y no me pudo informar de nada.

Desechada la idea de obtener información a través de los familiares de Pedro Cerezuela, me centré a partir de ese momento en la investigación documental, sin imaginarme que, año y medio más tarde, se darían las condiciones para volver a encontrar una pista de esas personas.

Alguien le habló de mí a Ángel Valverde, un vecino de Los Dolores que estaba escribiendo la historia reciente del barrio, y acudió a buscarme en demanda de información sobre la creación del Ateneo de Cultura Popular y sobre los primeros años de funcionamiento del Colegio Vicente Medina. Después de hablar con él acerca de esos temas, se me ocurrió que quizás, puesto que ese hombre había hablado con tanta gente del barrio, buscando datos para su libro, quizás conociera a alguien de la familia que yo andaba buscando; le planteé mi problema, y cuando marchó de casa, diciéndome que intentaría averiguar algo, no podía imaginarme que, tan sólo hora y media más tarde, iba a recibir su llamada.
Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que un maestro del que fui compañera en mis primeros años de docencia, Don Francisco, estaba casado con una hermana de Pedro Cerezuela. Tanto él como su esposa habían fallecido hacía bastantes años, pero, aunque hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, tuve en su momento bastante contacto con Florita, su hija, porque la nieta de don Francisco había sido alumna del colegio. Florita, que casualmente era cuñada de un íntimo amigo de mi hermana.

Me puse en contacto con ella rápidamente, y enseguida me remitió a la viuda de su primo Florencio. Florencio, que se llamaba igual que su abuelo, fue el hijo de Pedro Cerezuela, y gracias a Florita pude entrar en contacto con la nuera, Magdalena, una mujer muy simpática, que había oído muchas cosas en referencia al fusilamiento de su suegro, pues hasta la muerte de su suegra había vivido con ella.

Magdalena sabía muy poco sobre las acusaciones de las que fue objeto Pedro Cerezuela Navarro; sólo lo que su suegra le había contado: que lo acusaron de haber visto que fusilaban a alguien. Sabía que estando el Lepanto atracado en Málaga, Pedro y mi abuelo bajaron a tierra con la intención de comprar juguetes para llevar a sus hijos, y que vieron pasar un coche con gente que llevaban para fuera de la ciudad y que, cuando los milicianos les dijeron de subir, se negaron a hacerlo, porque se imaginaron que a los que iban dentro los llevaban para fusilarlos. Sabía que el padre se sintió incapaz de asistir a la ejecución, mandando a un hermano suyo en su puesto, y que cuando le fueron a vendar los ojos, se negó a que lo hicieran. Sabía mucho más sobre mi abuelo que sobre su suegro, porque su madre, casualmente vecina de mi abuela durante muchos años, le contó toda la historia al enterarse que el padre de su futuro yerno había sido detenido junto a su vecino. Y sabía mucho acerca de la gran amistad que su suegro y mi abuelo habían mantenido, a pesar de la diferencia de edad que entre ambos existía. Me prometió buscar una foto que recordaba, en la que ambos aparecían juntos, y me agradeció enormemente los datos que sobre la estancia en prisión de su suegro le pude facilitar.

Tenía razón el sobrino de Camilo Campillo, al animarme a continuar mi investigación, citando un refrán muy conocido en Francia: “Poquito a poco hace el pájaro su nido”

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